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| El rincon literario | |
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Turin Turambar Admin
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| Tema: El rincon literario Dom Jul 06, 2008 12:31 pm | |
| COMO OCURRIO Isaac Asimov Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras. —En el principio —dijo—, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo... Pero yo había dejado de escribir. —¿Hace quince mil doscientos millones de años? —pregunté, incrédulo. —Exactamente —dijo—. Estoy inspirado. —No pongo en duda tu inspiración —aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)—. Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un periodo de más de quince mil millones de años? —Tengo que hacerlo. Ése es el tiempo que llevo. Lo tengo todo aquí dentro —dijo, palmeándose la frente—, y procede de la más alta autoridad. Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa. —¿Sabes cuál es el precio del papiro?— dije. —¿Qué? Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro. —Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabaran cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tu tengas la voz y la fuerza suficientes, ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor? Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo: —¿Crees que deberíamos acortarlo un poco? —Mucho —puntualicé, si esperas llegar al gran público. —¿Qué te parecen cien años? —¿Qué te parecen seis días? —No puedes comprimir la Creación en sólo seis días —dijo, horrorizado. —Ése es todo el papiro de que dispongo —le aseguré—. Bien, ¿qué dices? —Oh, está bien —concedió, y empezó a dictar de nuevo—. En el principio... —¿De veras han de ser solo seis días, Aaron? — Seis días, Moisés —dije firmemente. | |
| | | Turin Turambar Admin
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| Tema: Re: El rincon literario Dom Jul 06, 2008 12:34 pm | |
| LA ÚLTIMA PREGUNTA Isaac Asimov //Este sin duda deben leerlo// La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta manera: Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso -kilómetros y kilómetros de rostro- de la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados por una sola persona. Multivac se autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque nada que fuera humano podía ajustarla y corregirla con la rapidez suficiente o siquiera con la eficacia suficiente. De manera que Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante sólo en forma ligera y superficial, pero lo hacían tan bien como podría hacerlo cualquier otro hombre. La alimentaban con información, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos, y todos los demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac. Durante décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero después de eso, los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron serles de utilidad a las naves. Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos y pese a que la Tierra explotaba su carbón y uranio con creciente eficacia, había una cantidad limitada de ambos. Pero lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a las preguntas más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo que hasta ese momento era teoría se convirtió en realidad. La energía del Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente en todo el planeta. Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y fisionar uranio y toda la Tierra se conectó con una pequeña estación -de un kilómetro y medio de diámetro- que circundaba el planeta a mitad de distancia de la Luna, para funcionar con rayos invisibles de energía solar. Siete días no habían alcanzado para empañar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov finalmente lograron escapar de la celebración pública, para refugiarse donde nadie pensaría en buscarlos: en las desiertas cámaras subterráneas, donde se veían partes del poderoso cuerpo enterrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa, clasificando datos con clicks satisfechos y perezosos, Multivac también se había ganado sus vacaciones y los asistentes la respetaban y originalmente no tenían intención de perturbarla. Se habían llevado una botella y su única preocupación en ese momento era relajarse y disfrutar de la bebida. —Es asombroso, cuando uno lo piensa —dijo Adell. En su rostro ancho se veían huellas de cansancio, y removió lentamente la bebida con una varilla de vidrio, observando el movimiento de los cubos de hielo en su interior—. Toda la energía que podremos usar de ahora en adelante, gratis. Suficiente energía, si quisiéramos emplearla, como para derretir a toda la Tierra y convertirla en una enorme gota de hierro líquido impuro, y no echar de menos la energía empleada. Toda la energía que podremos usar por siempre y siempre y siempre. Lupov ladeó la cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería oponerse a lo que oía, y en ese momento quería oponerse; en parte porque había tenido que llevar el hielo y los vasos. —No para siempre —dijo. —Ah, vamos, prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se apague, Bert. —Entonces no es para siempre. —Muy bien, entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Estás satisfecho? Lupov se pasó los dedos por los escasos cabellos como para asegurarse que todavía le quedaban algunos y tomó un pequeño sorbo de su bebida. —Veinte mil millones de años no es «para siempre». —Bien, pero superará nuestra época, ¿verdad? —También la superarán el carbón y el uranio. —De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial individualmente con la Estación Solar, y hacer que vaya y regrese de Plutón un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos por el combustible. No puedes hacer eso con carbón y uranio. Pregúntale a Multivac, si no me crees. —No necesito preguntarle a Multivac. Lo sé. —Entonces deja de quitarle méritos a lo que Multivac ha hecho por nosotros —dijo Adell, malhumorado—. Se portó muy bien. —¿Quién dice que no? Lo que yo sostengo es que el Sol no durará eternamente. Eso es todo lo que digo. Estamos a salvo por veinte mil millones de años pero, ¿y luego? —Lupov apuntó con un dedo tembloroso al otro—. Y no me digas que nos conectaremos con otro sol. Durante un rato hubo silencio. Adell se llevaba la copa a los labios sólo de vez en cuando, y los ojos de Lupov se cerraron lentamente. Descansaron. De pronto Lupov abrió los ojos. —Piensas que nos conectaremos con otro sol cuando el nuestro muera, ¿verdad? —No estoy pensando nada. —Seguro que estás pensando. Eres malo en lógica, ése es tu problema. Eres como ese tipo del cuento a quien lo sorprendió un chaparrón, corrió a refugiarse en un monte y se paró bajo un árbol. No se preocupaba porque pensaba que cuando un árbol estuviera totalmente mojado, simplemente iría a guarecerse bajo otro. —Entiendo —dijo Adell—, no grites. Cuando el Sol muera, las otras estrellas habrán muerto también. —Por supuesto —murmuró Lupov—. Todo comenzó con la explosión cósmica original, fuera lo que fuese, y todo terminará cuando todas las estrellas se extingan. Algunas se agotan antes que otras. Por Dios, las gigantes no durarán cien millones de años. El Sol durará veinte mil millones de años y tal vez las enanas durarán cien mil millones por mejores que sean. Pero en un trillón de años estaremos a oscuras. La entropía tiene que incrementarse al máximo, eso es todo. —Sé todo lo que hay que saber sobre la entropía —dijo Adell, tocado en su amor propio. —¡Qué vas a saber! —Sé tanto como tú. —Entonces sabes que todo se extinguirá algún día. —Muy bien. ¿Quién dice que no? —Tú, grandísimo tonto. Dijiste que teníamos toda la energía que necesitábamos, para siempre. Dijiste «para siempre». Esa vez le tocó a Adell oponerse. —Tal vez podamos reconstruir las cosas algún día. —Nunca. —¿Por qué no? Algún día. —Nunca. —Pregúntale a Multivac. —Pregúntale tú a Multivac. Te desafío. Te apuesto cinco dólares a que no es posible. Adell estaba lo suficientemente borracho como para intentarlo y lo suficientemente sobrio como para traducir los símbolos y operaciones necesarias para formular la pregunta que, en palabras, podría haber correspondido a esto: ¿Podrá la humanidad algún día, sin el gasto neto de energía, devolver al Sol toda su juventud aún después que haya muerto de viejo? O tal vez podría reducirse a una pregunta más simple, como ésta: ¿Cómo puede disminuirse masivamente la cantidad neta de entropía del Universo? Multivac enmudeció. Los lentos resplandores oscuros cesaron, los clicks distantes de los transmisores terminaron. Entonces, mientras los asustados técnicos sentían que ya no podían contener más el aliento, el teletipo adjunto a la computadora cobró vida repentinamente. Aparecieron seis palabras impresas: «DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.» —No hay apuesta —murmuró Lupov. Salieron apresuradamente. A la mañana siguiente, los dos, con dolor de cabeza y la boca pastosa, habían olvidado el incidente. ...((CONTINUA)) | |
| | | Turin Turambar Admin
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| Tema: Re: El rincon literario Dom Jul 06, 2008 12:35 pm | |
| Jerrodd, Jerrodine y Jerrodette I y II observaban la imagen estrellada en la pantalla mientras completaban el pasaje por el hiperespacio en un lapso fuera de las dimensiones del tiempo. Inmediatamente, el uniforme polvo de estrellas dio paso al predominio de un único disco de mármol, brillante, centrado. —Es X-23 —dijo Jerrodd con confianza. Sus manos delgadas se entrelazaron con fuerza detrás de su espalda y los nudillos se pusieron blancos. Las pequeñas Jerroddettes, niñas ambas, habían experimentado el pasaje por el hiperespacio por primera vez en su vida. Contuvieron sus risas y se persiguieron locamente alrededor de la madre, gritando: —Hemos llegado a X-23... hemos llegado a X-23... hemos llegado a X-23... hemos llegado... —Tranquilas, niñas —dijo rápidamente Jerroddine—. ¿Estás seguro, Jerrodd? —¿Qué puedo estar sino seguro? —preguntó Jerrodd, echando una mirada al tubo de metal justo debajo del techo, que ocupaba toda la longitud de la habitación y desaparecía a través de la pared en cada extremo. Tenía la misma longitud que la nave. Jerrodd sabía poquísimo sobre el grueso tubo de metal excepto que se llamaba Microvac, que uno le hacía preguntas si lo deseaba; que aunque uno no se las hiciera de todas maneras cumplía con su tarea de conducir la nave hacia un destino prefijado, de abastecerla de energía desde alguna de las diversas estaciones de Energía Sub-galáctica y de computar las ecuaciones para los saltos hiperespaciales. Jerrodd y su familia no tenían otra cosa que hacer sino esperar y vivir en los cómodos sectores residenciales de la nave. Cierta vez alguien le había dicho a Jerrodd, que el «ac» al final de «Microvac» quería decir «computadora analógica» en inglés antiguo, pero estaba a punto de olvidar incluso eso. Los ojos de Jerroddine estaban húmedos cuando miró la pantalla. —No puedo evitarlo. Me siento extraña al salir de la Tierra. —¿Por qué, caramba? —preguntó Jerrodd—. No teníamos nada allí. En X-23 tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Ya hay un millón de personas en ese planeta. Por Dios, nuestros bisnietos tendrán que buscar nuevos mundos porque llegará el día en que X-23 estará superpoblado. —Luego agregó, después de una pausa reflexiva—: Te aseguro que es una suerte que las computadoras hayan desarrollado viajes interestelares, considerando el ritmo al que aumenta la raza. —Lo sé, lo sé —respondió Jerroddine con tristeza. Jerroddette I dijo de inmediato: —Nuestra Microvac es la mejor Microvac del mundo. —Eso creo yo también —repuso Jerrodd, desordenándole el pelo. Era realmente una sensación muy agradable tener una Microvac propia y Jerrodd estaba contento de ser parte de su generación y no de otra. En la juventud de su padre las únicas computadoras eran unas enormes máquinas que ocupaban un espacio de ciento cincuenta kilómetros cuadrados. Sólo había una por planeta. Se llamaban ACs Planetarias. Durante mil años habían crecido constantemente en tamaño y luego, de pronto, llegó el refinamiento. En lugar de transistores hubo válvulas moleculares, de manera que hasta la AC Planetaria más grande podía colocarse en una nave espacial y ocupar sólo la mitad del espacio disponible. Jerrodd se sentía eufórico siempre que pensaba que su propia Microvac personal era muchísimo más compleja que la antigua y primitiva Multivac que por primera vez había domado al Sol, y casi tan complicada como la AC Planetaria de la Tierra (la más grande) que por primera vez resolvió el problema del viaje hiperespacial e hizo posibles los viajes a las estrellas. —Tantas estrellas, tantos planetas —suspiró Jerroddine, inmersa en sus propios pensamientos—. Supongo que las familias seguirán emigrando siempre a nuevos planetas, tal como lo hacemos nosotros ahora. —No siempre —respondió Jerrodd, con una sonrisa—. Todo esto terminará algún día, pero no antes que pasen billones de años. Muchos billones. Hasta las estrellas se extinguen, ¿sabes? Tendrá que aumentar la entropía. —¿Qué es la entropía, papá? —preguntó Jerroddette II con voz aguda. —Entropía, querida, es sólo una palabra que significa la cantidad de desgaste del Universo. Todo se desgasta, como sabrás, por ejemplo tu pequeño robot walkie-talkie, ¿recuerdas? —¿No puedes ponerle una nueva unidad de energía, como a mi robot? —Las estrellas son unidades de energía, querida. Una vez que se extinguen, ya no hay más unidades de energía. Jerroddette I lanzó un chillido de inmediato. —No las dejes, papá. No permitas que las estrellas se extingan. —Mira lo que has hecho —susurró Jerroddine, exasperada. —¿Cómo podía saber que iba a asustarla? —respondió Jerrodd también en un susurro. —Pregúntale a la Microvac —gimió Jerroddette I—. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas. —Vamos —dijo Jerroddine—. Con eso se tranquilizarán. —(Jerroddette II ya se estaba echando a llorar, también). Jerrodd se encogió de hombros. —Ya está bien, queridas. Le preguntaré a Microvac. No se preocupen, ella nos lo dirá. Le preguntó a la Microvac, y agregó rápidamente: —Imprimir la respuesta. Jerrodd retiró la delgada cinta de celufilm y dijo alegremente: —Miren, la Microvac dice que se ocupará de todo cuando llegue el momento, y que no se preocupen. Jerroddine dijo: —Y ahora, niñas, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar. —Jerrodd leyó las palabras en el celufilm nuevamente antes de destruirlo: «DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.» Se encogió de hombros y miró la pantalla. El X-23 estaba cerca.
VJ-23X de Lameth miró las negras profundidades del mapa tridimensional en pequeña escala de la Galaxia y dijo: —¿No será una ridiculez que nos preocupe tanto la cuestión? MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza. —Creo que no. Sabes que la Galaxia estará llena en cinco años con el actual ritmo de expansión. Los dos parecían jóvenes de poco más de veinte años. Ambos eran altos y de formas perfectas. —Sin embargo —dijo VJ-23X—, me resisto a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico. —Yo no pensaría en presentar ningún otro tipo de informe. Tenemos que inquietarlos un poco. No hay otro remedio. VJ-23X suspiró. —El espacio es infinito. Hay cien billones de galaxias disponibles. —Cien billones no es infinito, y cada vez se hace menos infinito. ¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió por primera vez el problema de utilizar energía estelar, y algunos siglos después se hicieron posibles los viajes interestelares. A la humanidad le llevó un millón de años llenar un pequeño mundo y luego sólo quince mil años llenar el resto de la Galaxia. Ahora la población se duplica cada diez años... VJ-23X lo interrumpió. —Eso debemos agradecérselo a la inmortalidad. —Muy bien. La inmortalidad existe y debemos considerarla. Admito que esta inmortalidad tiene su lado complicado. La AC Galáctica nos ha solucionado muchos problemas, pero al resolver el problema de evitar la vejez y la muerte, anuló todas las otras cuestiones. —Sin embargo no creo que desees abandonar la vida. —En absoluto —saltó MQ-17J, y luego se suavizó de inmediato—. No todavía. No soy tan viejo. ¿Cuántos años tienes tú? —Doscientos veintitrés. ¿Y tú? —Yo todavía no tengo doscientos. Pero, volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez que se llene esta galaxia, habremos llenado otra en diez años. Diez años más y habremos llenado dos más. Otra década, cuatro más. En cien años, habremos llenado mil galaxias; en mil años, un millón de galaxias. En diez mil años, todo el Universo conocido. Y entonces, ¿qué? VJ-23X dijo: —Como problema paralelo, está el del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar se necesitarán para trasladar galaxias de individuos de una galaxia a la siguiente. —Muy buena observación. La humanidad ya consume dos unidades de energía solar por año. —La mayor parte de esta energía se desperdicia. Al fin y al cabo, sólo nuestra propia galaxia gasta mil unidades de energía solar por año, y nosotros solamente usamos dos de ellas. —De acuerdo, pero aún con una eficiencia de un cien por ciento, sólo podemos postergar el final. Nuestras necesidades energéticas crecen en progresión geométrica, y a un ritmo mayor que nuestra población. Nos quedaremos sin energía todavía más rápido que sin galaxias. Muy buena observación. Muy, muy buena observación. —Simplemente tendremos que construir nuevas estrellas con gas interestelar. —¿O con calor disipado? —preguntó MQ-17J, con tono sarcástico. —Puede haber alguna forma de revertir la entropía. Tenemos que preguntárselo a la AC Galáctica. VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó su interfaz AC del bolsillo y lo colocó sobre la mesa frente a él. —No me faltan ganas —dijo—. Es algo que la raza humana tendrá que enfrentar algún día. Miró sombríamente su pequeña interfaz AC. Era un objeto de apenas cinco centímetros cúbicos, nada en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con la gran AC Galáctica que servía a toda la humanidad y, a su vez, era parte integral suya. MQ-17J hizo una pausa para preguntarse si algún día, en su vida inmortal, llegaría a ver la AC Galáctica. Era un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que contenía la materia dentro de la cual las oleadas de los planos medios ocupaban el lugar de las antiguas y pesadas válvulas moleculares. Sin embargo, a pesar de esos funcionamientos sub-etéreos, se sabía que la AC Galáctica tenía mil diez metros de ancho. Repentinamente, MQ-17J preguntó a su interfaz AC: —¿Es posible revertir la entropía? VJ-23X, sobresaltado, dijo de inmediato: —Ah, mira, realmente yo no quise decir que tenías que preguntar eso. —¿Por qué no? —Los dos sabemos que la entropía no puede revertirse. No puedes volver a convertir el humo y las cenizas en un árbol. —¿Hay árboles en tu mundo? —preguntó MQ-17J. El sonido de la AC Galáctica los sobresaltó y les hizo guardar silencio. Se oyó su voz fina y hermosa en la interfaz AC en el escritorio. Dijo: «DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.» VJ-23X dijo: —¡Ves! Entonces los dos hombres volvieron a la pregunta del informe que tenían que hacer para el Consejo Galáctico.
...((CONTINUA)) | |
| | | Turin Turambar Admin
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| Tema: Re: El rincon literario Dom Jul 06, 2008 12:36 pm | |
| La mente de Zee Prime abarcó la nueva galaxia con un leve interés en los incontables racimos de estrellas que la poblaban. Nunca había visto eso antes. ¿Alguna vez las vería todas? Tantas estrellas, cada una con su carga de humanidad... una carga que era casi un peso muerto. Cada vez más, la verdadera esencia del hombre había que encontrarla allá afuera, en el espacio. ¡En las mentes, no en los cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, suspendidos sobre los eones. A veces despertaban a una actividad material pero eso era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a la multitud increíblemente poderosa, pero, ¿qué importaba? Había poco lugar en el Universo para nuevos individuos. Zee Prime despertó de su ensoñación al encontrarse con los sutiles manojos de otra mente. —Soy Zee Prime. ¿Y tú? —Soy Dee Sub Wun. ¿Tu galaxia? —Sólo la llamamos Galaxia. ¿Y tú? —Llamamos de la misma manera a la nuestra. Todos los hombres llaman Galaxia a su galaxia, y nada más. ¿Por qué será? —Porque todas las galaxias son iguales. —No todas. En una galaxia en particular debe de haberse originado la raza humana. Eso la hace diferente. Zee Prime dijo: —¿En cuál? —No sabría decirte. La AC Universal debe estar enterada. —¿Se lo preguntamos? De pronto tengo curiosidad por saberlo. Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las galaxias mismas se encogieron y se convirtieron en un polvo nuevo, más difuso, sobre un fondo mucho más grande. Tantos cientos de billones de galaxias, cada una con sus seres inmortales, todas llevando su carga de inteligencias, con mentes que vagaban libremente por el espacio. Y sin embargo una de ellas era única entre todas por ser la Galaxia original. Una de ellas tenía en su pasado vago y distante, un período en que había sido la única galaxia poblada por el hombre. Zee Prime se consumía de curiosidad por ver esa galaxia y gritó: —¡AC Universal! ¿En qué galaxia se originó el hombre? La AC Universal oyó, porque en todos los mundos tenía listos sus receptores, y cada receptor conducía por el hiperespacio a algún punto desconocido donde la AC Universal se mantenía independiente. Zee Prime sólo sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado a distancia sensible de la AC Universal, y sólo informó sobre un globo brillante, de sesenta centímetros de diámetro, difícil de ver. —¿Pero cómo puede ser eso toda la AC Universal? —había preguntado Zee Prime. —La mayor parte —fue la respuesta— está en el hiperespacio. No puedo imaginarme en qué forma está allí. Nadie podía imaginarlo, porque hacía mucho que había pasado el día -y eso Zee Prime lo sabía- en que algún hombre tuvo parte en construir la AC Universal. Cada AC Universal diseñaba y construía a su sucesora. Cada una, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaba la información necesaria como para construir una sucesora mejor, más intrincada, más capaz en la cual dejar sumergido y almacenado su propio acopio de información e individualidad. La AC Universal interrumpió los pensamientos erráticos de Zee Prime, no con palabras, sino con directivas. La mentalidad de Zee Prime fue dirigida hacia un difuso mar de Galaxias donde una en particular se agrandaba hasta convertirse en estrellas. Llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro. «ÉSTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.» Pero era igual, al fin y al cabo, igual que cualquier otra, y Zee Prime resopló de desilusión. Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a Zee Prime, dijo de pronto: —¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre? La AC Universal respondió: «LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE SE HA HECHO NOVA. ES UNA ENANA BLANCA.» —¿Los hombres que la habitaban murieron? —preguntó Zee Prime, sobresaltado y sin pensar. La AC Universal respondió: «COMO SUCEDE EN ESTOS CASOS UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS FUE CONSTRUIDO EN EL TIEMPO.» —Sí, por supuesto —dijo Zee Prime, pero aún así lo invadió una sensación de pérdida. Su mente dejó de centrarse en la Galaxia original del hombre, y le permitió volver y perderse en pequeños puntos nebulosos. No quería volver a verla. Dee Sub Wun dijo: —¿Qué sucede? —Las estrellas están muriendo. La estrella original ha muerto. —Todas deben morir. ¿Por qué no? —Pero cuando toda la energía se haya agotado, nuestros cuerpos finalmente morirán, y tú y yo con ellos. —Llevará billones de años. —No quiero que suceda, ni siquiera dentro de billones de años. ¡AC Universal! ¿Cómo puede evitarse que las estrellas mueran? Dee Sub Wun dijo, divertido: —Estás preguntando cómo podría revertirse la dirección de la entropía. Y la AC Universal respondió: «TODAVÍA HAY DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.» Los pensamientos de Zee Prime volaron a su propia galaxia. Dejó de pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia a un trillón de años luz de distancia, o en la estrella siguiente a la de Zee Prime. No importaba. Con aire desdichado, Zee Prime comenzó a recoger hidrógeno interestelar con el cual construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas debían morir alguna vez, al menos podrían construirse algunas.
El Hombre, mentalmente, era uno solo, y estaba conformado por un trillón de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno descansando, tranquilo e incorruptible, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de todos los cuerpos se fusionaban libremente entre sí, sin distinción. El Hombre dijo: —El Universo está muriendo. El Hombre miró a su alrededor a las galaxias cada vez más oscuras. Las estrellas gigantes, muy gastadoras, se habían ido hace rato, habían vuelto a lo más oscuro de la oscuridad del pasado distante. Casi todas las estrellas eran enanas blancas, que finalmente se desvanecían. Se habían creado nuevas estrellas con el polvo que había entre ellas, algunas por procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también se estaban apagando. Las enanas blancas aún podían chocar entre ellas, y de las poderosas fuerzas así liberadas se construirían nuevas estrellas, pero una sola estrella por cada mil estrellas enanas blancas destruidas, y también éstas llegarían a su fin. El Hombre dijo: —Cuidadosamente administrada y bajo la dirección de la AC Cósmica, la energía que todavía queda en todo el Universo, puede durar billones de años. Pero aún así eventualmente todo llegará a su fin. Por mejor que se la administre, por más que se la racione, la energía gastada desaparece y no puede ser repuesta. La entropía aumenta continuamente. El Hombre dijo: —¿Es posible invertir la tendencia de la entropía? Preguntémosle a la AC Cósmica. La AC los rodeó pero no en el espacio. Ni un solo fragmento de ella estaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio y hecha de algo que no era materia ni energía. La pregunta sobre su tamaño y su naturaleza ya no tenía sentido comprensible para el Hombre. —AC Cósmica —dijo el Hombre—, ¿cómo puede revertirse la entropía? La AC Cósmica dijo: «LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.» El Hombre ordenó: —Recoge datos adicionales. La AC Cósmica dijo: «LO HARÉ. HACE CIENTOS DE BILLONES DE AÑOS QUE LO HAGO. MIS PREDECESORES Y YO HEMOS ESCUCHADO MUCHAS VECES ESTA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.» —¿Llegará el momento —preguntó el Hombre— en que los datos sean suficientes o el problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles? La AC Cósmica respondió: «NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.» El Hombre preguntó: —¿Cuándo tendrás suficientes datos como para responder a la pregunta? La AC Cósmica respondió: «LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.» —¿Seguirás trabajando en eso? —preguntó el Hombre. La AC Cósmica respondió: «SÍ.» El Hombre dijo: —Esperaremos. Las estrellas y las galaxias murieron y se convirtieron en polvo, y el espacio se volvió negro después de tres trillones de años de desgaste. Uno por uno, el Hombre se fusionó con la AC, cada cuerpo físico perdió su identidad mental en forma tal que no era una pérdida sino una ganancia. La última mente del Hombre hizo una pausa antes de la fusión, contemplando un espacio que sólo incluía los vestigios de la última estrella oscura y nada aparte de esa materia increíblemente delgada, agitada al azar por los restos de un calor que se gastaba, asintóticamente, hasta llegar al cero absoluto. El Hombre dijo: —AC, ¿es éste el final? ¿Este caos no puede ser revertido al Universo una vez más? ¿Esto no puede hacerse? AC respondió: «LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.» La última mente del Hombre se fusionó y sólo AC existió en el hiperespacio.
La materia y la energía se agotaron y con ellas el espacio y el tiempo. Hasta AC existía solamente para la última pregunta que nunca había sido respondida desde la época en que dos técnicos en computación medio alcoholizados, tres trillones de años antes, formularon la pregunta en la computadora que era para AC mucho menos de lo que para un hombre el Hombre. Todas las otras preguntas habían sido contestadas, y hasta que esa última pregunta fuera respondida también, AC no podría liberar su conciencia. Todos los datos recogidos habían llegado al fin. No quedaba nada para recoger. Pero toda la información reunida todavía tenía que ser completamente correlacionada y unida en todas sus posibles relaciones. Se dedicó un intervalo sin tiempo a hacer esto. Y sucedió que AC aprendió cómo revertir la dirección de la entropía. Pero no había ningún Hombre a quien AC pudiera dar una respuesta a la última pregunta. No había materia. La respuesta —por demostración— se ocuparía de eso también. Durante otro intervalo sin tiempo, AC pensó en la mejor forma de hacerlo. Cuidadosamente, AC organizó el programa. La conciencia de AC abarcó todo lo que alguna vez había sido un Universo y pensó en lo que en ese momento era el caos. Paso a paso, había que hacerlo. Y AC dijo: «¡HÁGASE LA LUZ!» Y la luz se hizo...
...((FIN)) | |
| | | Locke42 Ocultista
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| Tema: Re: El rincon literario Dom Jul 06, 2008 4:19 pm | |
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Brrrr, tengo los pelos de punta despues de leer el ultimo XD (con el primero rei mucho xD) Que grande es Asimov, en serio...
Y esta seccion sirve para aportar textos? mm Aver si encuentro algo decente que aportar xD | |
| | | Turin Turambar Admin
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| Tema: Re: El rincon literario Mar Jul 08, 2008 1:35 pm | |
| //Aqui de vuelta con uno mas// «AQUÍ NO HAY NADIE EXCEPTO...» Isaac AzimovNo fue culpa nuestra. Ignorábamos que algo anduviera mal hasta que llamé a Cliff Anderson y le hablé cuando él no estaba allí. Más aún, yo no hubiera sabido que no estaba allí si no hubiese entrado mientras yo hablaba con él. No, no, no, no... Nunca puedo contar esto con claridad. Me dejo llevar... Será mejor que empiece por el principio. Yo soy Bill Billings, mi amigo es Cliff Anderson. Yo soy ingeniero electrónico, él es matemático y los dos somos profesores en el Instituto de Tecnología del Medio Oeste. Ahora ya saben ustedes quiénes somos. Desde que abandonamos el uniforme, Cliff y yo hemos estado trabajando en las máquinas de calcular. Ya saben de qué se trata. Norbert Wiener las popularizó con su libro Cibernética. Si han visto fotos, sabrán que son aparatos realmente grandes. Ocupan una pared entera y son muy complicados; y también son caros. Pero Cliff y yo teníamos ciertas ideas. Verán, una máquina pensante es grande y cara porque está llena de relés y de tubos de vacío, de modo que las corrientes eléctricas microscópicas se puedan controlar, encender y apagar, aquí y allá. Lo que de verdad importa está en esas pequeñas corrientes eléctricas, así que... Una vez le dije a Cliff: —¿Por qué no podemos controlar las corrientes sin tanto aderezo? —¿Por qué no, en efecto? —dijo él, y se puso a trabajar en la matemática del asunto. No importa cómo llegamos allí en dos años. El problema fue lo que obtuvimos después de concluir. Resultó que terminamos con algo de esta altura y de esta anchura y tal vez de esta profundidad... No, no. Olvidaba que ustedes no pueden verme. Les daré las cifras: un metro de altura, dos metros de longitud y algo más de medio metro de fondo. ¿Entendido? Se necesitaban dos hombres para transportarlo, pero se podía transportar y eso era lo importante. Y, además, escuchen lo que les digo: era capaz de hacer cualquier tarea que pudieran hacer las calculadoras gigantes. No tan rápidamente, quizá, pero seguíamos trabajando en eso. Teníamos grandes planes, planes colosales. Podíamos instalar esa cosa en barcos o en aviones. Al cabo de un tiempo, si lográbamos reducir su tamaño lo bastante podríamos montar una en un automóvil. Estábamos interesados especialmente en el tema de los automóviles. Supongamos que uno tiene una pequeña máquina pensante en el salpicadero, conectada con el motor y con la batería y equipada con células fotoeléctricas. Se podría entonces fijar el itinerario ideal, eludir coches, detenerse ante los semáforos y escoger la velocidad óptima para el terreno en cuestión. Todos podrían sentarse en el asiento trasero y se acabarían los accidentes automovilísticos. Era sensacional. Resultaba tan estimulante y nos entusiasmábamos tanto con cada nuevo logro que aún podría llorar cuando recuerdo aquella vez en que descolgué el teléfono para llamar al laboratorio y todo se fue al demonio. Esa noche estaba en casa de Mary Ann... ¿Les he hablado de Mary Ann? No. Creo que no. Mary Ann era la chica que habría sido mi novia si se hubiesen dado dos condicionantes. Primero, si ella hubiera querido; segundo, si yo hubiera tenido agallas para pedírselo. Tiene el cabello rojo y alberga dos toneladas de energía en un cuerpo de cincuenta kilos, que está perfectamente configurado desde el suelo hasta el metro sesenta de altura. Yo me moría por pedírselo, pero cada vez que ella se acercaba, encendiéndome el corazón como si cada contoneo fuera una cerilla, yo me deshacía. No es que no sea guapo. La gente me dice que soy aceptable. Tengo todo mi cabello y mido casi uno ochenta de estatura. Hasta sé bailar. Lo que pasa es que no tengo nada que ofrecer. No necesito contarles cuánto ganan los profesores universitarios. Con la inflación y con los impuestos, equivale a casi nada. Desde luego, si lográbamos obtener las patentes básicas para nuestra maquinita pensante, todo cambiaría. Pero yo no podía pedirle que esperara. Tal vez, una vez que todo estuviera organizado... Sea como fuere, esa noche yo estaba allí, cavilando, cuando ella entró en la sala de estar. Mi brazo buscaba a tientas el teléfono. —Estoy lista, Bill —dijo Mary Ann—. Vamos. —Aguarda un minuto. Quiero llamar a Cliff. Frunció el ceño. —¿No puede esperar? —Tenía que haberle llamado hace dos horas. Sólo me llevó dos minutos. Llamé al laboratorio. Cliff estaba trabajando esa noche, así que contestó. Pregunté algo, respondió algo, pregunté algo más y me dio alguna explicación. Los detalles no importan, pero, como ya he dicho, él es el matemático del equipo. Cuando yo construyo los circuitos y ensamblo las cosas de modo que parecen imposibles, él es quien baraja los símbolos y me dice si son imposibles o no. En cuanto colgué llamaron a la puerta. Temí que Mary Ann tuviera otro visitante y sentí una rigidez en la espalda cuando ella fue a abrir. La miré de reojo mientras garrapateaba lo que Cliff acababa de decirme. Entonces, Mary Ann abrió la puerta y allí estaba Cliff Anderson. —Pensé que te encontraría aquí... —dijo—. Hola, Mary Ann. Oye, ¿no ibas a llamarme a las seis? Eres tan de fiar como una silla de cartón. Cliff es bajo, rechoncho y pendenciero, pero lo conozco y no le presto atención. —Hubo novedades y se me olvidó. De todas formas, acabo de llamarte. ¿A qué viene tanto jaleo? —¿Llamarme? ¿A mí? ¿Cuándo? Iba a señalar el teléfono y me quedé mudo. Fue como si el mundo se derrumbara. Cinco segundos antes de que llamaran a la puerta yo hablaba con Cliff, que estaba en el laboratorio, y el laboratorio se encontraba a diez kilómetros de la casa de Mary Ann. —Acabo de hablar contigo —tartamudeé. Evidentemente no me hice entender. —¿A mí? —repitió Cliff. Señalé el teléfono con ambas manos. —Por teléfono. Llamé al laboratorio. ¡Con este teléfono! Mary Ann me oyó. Mary Ann, ¿yo no estaba hablando con...? —No sé con quién hablabas —me cortó Mary Ann—. Bien, ¿nos vamos? Así es Mary Ann. Una fanática de la sinceridad. Me senté. Traté de hablar con voz baja y clara: —Cliff, marqué el número del laboratorio, atendiste el teléfono, te pregunté que si habías resuelto los detalles, dijiste que sí y me los diste. Aquí están. Los he anotado. ¿Esto es correcto, o no? Le entregué el papel donde había anotado las ecuaciones. Cliff las miró. —Son correctas —admitió—. Pero ¿cómo las conseguiste? No las habrás resuelto solo, ¿verdad? —Acabo de decírtelo. Me las diste por teléfono. Cliff sacudió la cabeza. —Bill, me fui del laboratorio a las siete y cuarto. No hay nadie allí. —Pues yo hablé con alguien, te lo juro. Mary Ann se estaba poniendo los guantes. —Se hace tarde —me apremió. Le hice señas para que esperase un poco. —¿Estás seguro...? —le dije a Cliff. —No hay nadie allí, a menos que cuentes a Júnior. Júnior era como llamábamos a nuestro cerebro mecánico de tamaño portátil. Nos quedamos mirándonos. El pie de Mary Ann tamborileaba sobre el suelo como una bomba de relojería a punto de estallar. Cliff se echó a reír. —Me estoy acordando de un chiste que vi. Un robot que atiende el teléfono y dice: «¡Le juro, jefe, que aquí no hay nadie excepto nosotros, las complicadas máquinas pensantes!» No me pareció gracioso. —Vamos al laboratorio —decidí. —¡Oye! —protestó Mary Ann—. No llegaremos al teatro. —Mira, Mary Ann, esto es muy importante. Sólo será un momento. Ven con nosotros y desde allí iremos directamente al teatro. —El espectáculo empieza... —empezó Mary Ann, pero no pudo decir nada más, porque la agarré de la muñeca y nos fuimos. Eso demuestra que yo estaba fuera de mí. En circunstancias normales jamás la habría tratado con brusquedad. Mary Ann es toda una dama. Pero yo tenía demasiadas cosas en la mente. Ni siquiera recuerdo haberla agarrado de la muñeca, sólo que de pronto estaba en el coche, con Cliff y con Mary Ann, y que ella se frotaba la muñeca y mascullaba algo sobre los gorilas. —¿Te he hecho daño, Mary Ann? —No, claro que no. Todos los días me hago arrancar el brazo, para divertirme un poco. Y me dio una patada en el tobillo. Sólo hace esas cosas porque tiene el cabello rojo. En realidad es de un temperamento muy dulce, pero se esfuerza por estar a la altura del mito de las pelirrojas. Yo la tengo calada, por supuesto, aunque trato de complacerla, pobre chica. Llegamos al laboratorio en veinte minutos. | |
| | | Turin Turambar Admin
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| Tema: Re: El rincon literario Mar Jul 08, 2008 1:35 pm | |
| El instituto está desierto de noche. Parece más desierto que otros edificios, pues está diseñado para albergar multitudes de estudiantes que recorran los pasillos; cuando ellos no están, la soledad es antinatural. O tal vez sólo fuera que yo tenía miedo de ver qué pudiera estar sentado en nuestro laboratorio. De cualquier modo, los pasos resonaban con ecos intimidatorios y el ascensor parecía especialmente siniestro. —No nos llevará mucho tiempo —le insistí a Mary Ann, pero ella se limitó a sorber por la nariz y a ponerse guapísima. Y es que no puede evitar ponerse guapísima. Cliff tenía la llave del laboratorio y yo miré por encima de su hombro cuando abrió la puerta. No se veía nada. Júnior estaba allí, por supuesto, pero no había cambiado desde la última vez que lo vi. Los cuadrantes no registraban nada anormal y, aparte de ellos, sólo había una caja grande, de la que salía un cable que iba conectado al enchufe de la pared. Cliff y yo nos acercamos a Júnior por ambos flancos. Creo que íbamos pensando en apresarlo en cuanto hiciera un movimiento brusco. Pero Júnior no hizo nada. Mary Ann también lo miraba. Incluso le pasó el dedo anular por la parte superior, se miró la yema y se la frotó con el pulgar para limpiarse el polvo. —Mary Ann —le advertí—, no te acerques a él tanto. Quédate al otro lado de la habitación. —Allí está igual de sucio —me contestó. Nunca había visitado nuestro laboratorio, así que no comprendía que un laboratorio no es lo mismo que el dormitorio de un bebé. El ordenanza va dos veces al día y todo lo que hace es vaciar las papeleras. Una vez por semana entra con una fregona sucia, enfanga el suelo y se mueve de un lado a otro. —El teléfono no está donde lo dejé —observó Cliff. —¿Cómo lo sabes? —Porque lo dejé allí. —Señaló—. Y ahora está aquí. Si tenía razón, el teléfono se había acercado a Júnior. Tragué saliva. —Tal vez no lo recuerdas bien. —Traté de sonreír, pero no resultó muy natural—. ¿Dónde está el destornillador? —¿Qué piensas hacer? —Sólo echar un vistazo al interior. Para divertirme un poco. —Te ensuciarás todo —me avisó Mary Ann, así que me puse la bata. Mary Ann es una chica muy previsora. Empecé a trabajar con el destornillador. Una vez que Júnior estuviera perfeccionado, teníamos intención de manufacturar modelos con estuches soldados, de una sola pieza. Incluso pensábamos en plásticos moldeados, de diversos colores, para uso hogareño. Pero el modelo de laboratorio estaba ensamblado con tornillos con el fin de que pudiéramos desarmarlo y armarlo cuando fuera necesario. Sólo que los tornillos no salían. Resoplé. —Algún bromista ha apretado demasiado los tornillos cuando los puso. —Tú eres el único que los toca —me recordó Cliff. Y tenía razón, pero eso no me facilitaba las cosas. Me puse de pie y me pasé el dorso de la mano por la frente. Le pasé el destornillador. —¿Quieres intentarlo tú? Lo intentó, y no logró mucho más que yo. —Qué raro —comentó. —¿Qué es lo raro? —Estaba haciendo girar un tornillo. Se movió unos tres milímetros y luego el destornillador se me ha escapado. —¿Qué tiene de raro? Cliff retrocedió y dejó el destornillador con dos dedos. —Lo raro es que vi que el tornillo volvía a moverse tres milímetros hasta ajustarse de nuevo. Mary Ann se estaba impacientando. —¡Vaya, genios científicos! ¿Por qué no usáis un soplete si estáis tan ansiosos? Señaló el soplete que descansaba sobre uno de los bancos. Bien; por lo general, jamás se me hubiera ocurrido usar un soplete con Júnior, como no lo usaría conmigo mismo. Pero yo andaba pensando algo y Cliff también pensaba algo y ambos pensábamos lo mismo: Júnior no quería que lo abrieran. —¿Tú qué crees, Bill? —me preguntó Cliff. —No sé, Cliff. —Pues date prisa, zopenco —resolvió Mary Ann—. Nos perderemos el espectáculo. Así que tomé el soplete y gradué la salida de oxígeno. Era como apuñalar a un amigo. Mary Ann interrumpió el procedimiento al exclamar: —¡Vaya, qué estúpidos son los hombres! Estos tornillos están flojos. Habéis hecho girar el destornillador al revés. No hay muchas probabilidades de hacer girar un destornillador al revés. De todos modos no me gusta contradecir a Mary Ann, así que le dije: —Mary Ann, no te acerques tanto a Júnior. ¿Por qué no esperas junto a la puerta? —¡Pues mira! —replicó ella. Me mostró el tornillo que tenía en la mano y el orificio vacío en la caja de Júnior. Lo había quitado con la mano. Cliff exclamó: —¡Santo cielo! Todos los tornillos estaban girando. Giraban solos, como gusanos saliendo de sus agujeros; giraban y giraban y luego caían al suelo. Los recogí y sólo faltaba uno, que se quedó suspendido un momento, con el panel del frente apoyado en él, hasta que extendí el brazo. Entonces, cayó el último tornillo y el panel se desplomó suavemente en mis brazos. Lo puse a un lado. —Lo ha hecho a propósito —comentó Cliff—. Nos oyó mencionar el soplete y desistió. Habitualmente tiene la tez rosada, pero ahora estaba blanco. Y yo no las tenía todas conmigo. —¿Qué trata de ocultar? —pregunté. —No sé. Nos agachamos ante las entrañas abiertas y nos quedamos mirando un rato. El pie de Mary Ann volvía a tamborilear sobre el suelo. Miré mi reloj de pulsera y tuve que admitir que no nos quedaba mucho tiempo. Mejor dicho, no nos quedaba tiempo. —Tiene un diafragma —observé. —¿Dónde? —preguntó Cliff, acercándose. Se lo señalé. —Y un altavoz. —¿Tú no los pusiste? —Claro que no. Se supone que sé lo que he puesto. Si lo hubiera hecho lo recordaría. —Y entonces ¿cómo es que están ahí? Estábamos discutiendo en cuclillas. —Supongo que los ha fabricado él. Quizá les deja crecer. Mira eso. Señalé de nuevo. Dentro de la caja, en dos lugares, había sendos rollos de lo que parecía una delgada manguera de regar el jardín, sólo que eran de metal. Cada una de ellas formaba una espiral tan apretada que la hacía plana. En la punta el metal se dividía en cinco o seis filamentos finos que conformaban a su vez pequeñas subespirales. —¿Tampoco lo pusiste tú? —No, tampoco. —¿Qué es? Cliff sabía qué era y yo sabía qué era. Algo tenía que estirarse para que Júnior obtuviera los materiales con los que fabricar partes de sí mismo; algo tenía que salir para descolgar el teléfono. Recogí el panel frontal y lo miré de nuevo. Había dos círculos de metal cortados y ajustados de tal modo que pudieran levantarse hacia delante y dejar un orificio para que algo pasara por ellos. Metí un dedo en uno de los orificios y se lo mostré a Cliff. —Tampoco hice esto —dije. Mary Ann, que miraba por encima de mi hombro, estiró el brazo. Yo me estaba limpiando los dedos con una toalla de papel, para quitarme el polvo y la grasa, y no tuve tiempo de detenerla. Pero debí haberlo sabido; pues ella siempre está deseando ayudar. El caso es que metió la mano para tocar uno de los..., bien, ¿por qué no decirlo?, uno de los tentáculos. No sé si los tocó o no. Luego afirmó que no. Pero, de cualquier modo, en ese momento soltó un chillido, se sentó y se puso a frotarse el brazo. —Lo mismo —gimoteó—. Primero tú y ahora eso. La ayudé a levantarse. —Debió de ser una conexión floja, Mary Ann. Lo lamento, pero te he dicho... —¡Pamplinas! —exclamó Cliff—. No es una conexión floja. Júnior intenta defenderse. Yo había pensado lo mismo. Había pensado muchas cosas. Júnior era una nueva clase de máquina. Hasta la matemática que la controlaba carecía de precedentes. Quizá tuviese algo que ninguna máquina había tenido jamás. Tal vez sentía el deseo de permanecer con vida y crecer. Acaso pretendiese fabricar más máquinas hasta que hubiera millones en toda la Tierra, rivalizando con los seres humanos por hacerse con el control. Abrí la boca y Cliff debió de adivinar lo que yo iba a decir, porque gritó: —¡No, no! ¡No lo digas! Pero no pude contenerme: —Bueno, oye, desconectemos a Júnior... ¿Qué sucede? —Está escuchando lo que decimos, pedazo de burro —gruñó Cliff—. Te oyó hablar del soplete, ¿verdad? Yo pensaba escabullirme por detrás, pero ahora es probable que me electrocute si lo intento. Mary Ann se estaba sacudiendo con la mano la parte de atrás del vestido y no paraba de refunfuñar por la cantidad de mugre que había en el suelo, aunque yo insistía en decirle que no era culpa mía. El que lo ensucia todo es el ordenanza. —¿Por qué no te pones unos guantes de goma y tiras del cable? —sugirió Mary Ann. Noté que Cliff procuraba pensar razones por las cuales eso no funcionaría. No se le ocurrió ninguna, así que se puso los guantes de goma y caminó hacia Júnior. —¡Cuidado! —grité. Fue estúpido advertirle. Cliff tenía que cuidarse, no le quedaba otra opción. Uno de los tentáculos se movió y ya no quedaron dudas de lo que eran. Se desenrolló y se interpuso entre Cliff y el cable eléctrico. Se quedó allí, vibrando y extendiendo sus zarcillos de seis dedos. En el interior de Júnior comenzaron a brillar unos tubos. Cliff no intentó habérselas con el tentáculo. Retrocedió, y poco después el tentáculo se retrajo. Cliff se quitó los guantes de goma y dijo: —Bill, así no vamos a ninguna parte. Este artilugio es más listo de lo que creíamos. Fue tan listo que utilizó mi voz como modelo cuando construyó ese diafragma. Tal vez llegue a hacerse tan listo como para... —Miró por encima del hombro y susurró—: Para aprender a generar energía y volverse autónomo. Bill, tenemos que detenerlo o un día alguien telefoneará al planeta Tierra y le contestarán: «¡Le juro, jefe, que aquí no hay nadie excepto nosotros, las complicadas máquinas pensantes!» —Llamemos a la policía. Se lo explicaremos. Con una granada o algo parecido... Cliff sacudió la cabeza. —No podemos permitir que nadie lo descubra. Construirían otros Júnior, y todo parece indicar que aún no estamos preparados para un proyecto de esta naturaleza. —Entonces, ¿qué hacemos? —No sé. Sentí un fuerte golpe en el pecho. Miré y vi que era Mary Ann, dispuesta a escupir fuego. —Mira, zopenco, si salimos, salimos y, si no salimos, no salimos. Decídete. —Pero, Mary Ann... —Respóndeme. Nunca he oído cosa tan ridícula. Me visto para ir al teatro y me traes a un sucio laboratorio con una máquina absurda y te pasas el resto de la tarde jugando con botoncitos. —Mary Ann, yo no... Pero no me escuchaba; hablaba ella. Ojalá pudiera recordar lo que dijo. O tal vez no; tal vez sea mejor no recordar sus palabras, pues no fueron precisamente halagadoras. De cuando en cuando, yo intercalaba un «pero, Mary Ann...», que acababa arrollado por su torrente de frases. En realidad, como ya he dicho, es una criatura muy dulce y sólo se pone parlanchina e insensata cuando se altera. Como es pelirroja, piensa que le corresponde alterarse con frecuencia. Ésa es mi teoría. Cree que debe hacer honor a su pelo rojo. De cualquier modo, recuerdo claramente que, para terminar, me dio un pisotón en el pie derecho, se giró y se marchó. La seguí al trote y balbuceé; una vez más: —Pero, Mary Ann... Entonces Cliff gritó. En general no nos presta atención, pero esta vez gritó a todo pulmón: —¿Por qué no le pides que se case contigo, zopenco? Mary Ann se detuvo. Estaba en la puerta, pero no se dio media vuelta. Yo también me detuve, y sentí que las palabras se me atascaban en la garganta. Ni siquiera atinaba a pronunciar otro «pero, Mary Ann...» Cliff seguía gritando. Yo le oía como si estuviera a un kilómetro de distancia. —¡Lo tengo, lo tengo! —chillaba una y otra vez. Entonces, Mary Ann se dio la vuelta, y estaba tan bella... ¿Les he dicho que tiene los ojos verdes, con una pizca de azul? Pues bien, estaba tan hermosa que todas las palabras se me anudaron en la garganta y salieron formando ese ruido raro que uno hace al tragar. —¿Ibas a decirme algo, Bill? —preguntó ella. Bueno, lo cierto era que Cliff me lo había metido en la cabeza. —¿Quieres casarte conmigo, Mary Ann? —conseguí decir, con la voz enronquecida. En cuanto lo dije me arrepentí, porque supuse que no volvería a hablarme nunca más. Pero dos segundos después me alegré, pues me rodeó con los brazos y se puso de puntillas para besarme. Tardé un rato en comprender qué sucedía, y al fin respondí al beso. Esto duró un buen rato, hasta que Cliff logró llamar mi atención dándome un golpe en el hombro. Me volví con mal ceño. —¿Qué demonios quieres? Era un poco ingrato por mi parte. A fin de cuentas, él k» había propiciado. —¡Mira! —dijo. Sostenía en la mano el cable principal que conectaba a Júnior con el suministro energético. Me había olvidado de Júnior, pero volvía a recordarlo. —Entonces, está desconectado. —¡Frío!. —¿Cómo lo lograste? —Júnior estaba tan ocupado viéndote reñir con ella que conseguí escabullirme por detrás. Mary Ann ha dado un buen espectáculo. No me agradó el comentario, pues Mary Ann es una chica muy fina y recatada y no da «espectáculos». De todos modos, tenía ya demasiados problemas como para pelearme con Cliff. —No tengo mucho que ofrecer, Mary Ann —me dirigí a Mary Ann—, sólo el sueldo de profesor. Ahora que hemos desmantelado a Júnior, ni siquiera hay posibilidades de... —No me importa, Bill —me interrumpió ella—. Estaba a punto de abandonar, mi amor, zopenco. Lo he intentado todo... —¿Cómo darme patadas en los tobillos y pisarme los pies? —Se me habían agotado los recursos. Estaba desesperada. La lógica del razonamiento no era muy clara, pero no repliqué porque me acordé del teatro. Miré la hora y dije: —Oye, Mary Ann, sí nos apresuramos llegaremos al segundo acto. —¿Quién quiere ver esa obra de teatro? La besé de nuevo, y nunca fuimos a ver esa obra. Ahora sólo me preocupa una cosa. Mary Ann y yo estamos casados y somos muy felices. Acaban de ascenderme; ahora soy profesor adjunto. Cliff sigue trabajando en planes para construir un Júnior controlable y está progresando. Pero aquí no terminó todo. Verán ustedes: hablé con Cliff la noche siguiente para anunciarle que Mary Ann y yo íbamos a casarnos y para agradecerle que me hubiera dado la idea y, después de mirarme un momento, juró que él no había dicho nada, que no me había gritado que le propusiera el matrimonio. Y, claro, en el laboratorio había algo más que tenía la voz de Cliff. Me sigue preocupando que Mary Ann lo descubra. Es la chica más dulce que conozco, pero, a fin de cuentas, es pelirroja y creo que ya he dicho que se empeña en hacer honor a la fama de las pelirrojas. De cualquier modo, ¿qué diría si alguna vez descubre que no tuve el sentido común de declararme hasta que una máquina me lo aconsejó?
.....//Fin// | |
| | | Locke42 Ocultista
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| Tema: Re: El rincon literario Mar Jul 08, 2008 4:09 pm | |
| Este ultimo es bueno pero no tanto como los otros dos. XP | |
| | | Locke42 Ocultista
Cantidad de envíos : 585 Edad : 35 Localización : m... lo olvide... Fecha de inscripción : 08/04/2008
| Tema: Re: El rincon literario Mar Jul 08, 2008 4:19 pm | |
| LA MUERTE Y LO QUE VIENE DESPUÉS
Terry Pratchett
Cuando la Muerte se encontró al filósofo, el filósofo dijo, bastante excitado: —En este momento, ¿os dais cuenta?, estoy muerto y no muerto. La Muerte suspiró. Oh, vaya, uno de esos, pensó. Va a ser la cuántica otra vez. Odiaba tratar con filósofos. Siempre intentaban librarse de su destino. —Verá —dijo el filósofo, mientras la Muerte observaba como las arenas de su tiempo se desplazaban en el reloj de arena—, todo está hecho de partículas diminutas, que tienen la extraña propiedad de estar en muchos sitios a la vez. Pero las cosas formadas por partículas diminutas tienden a estar en un solo sitio a la vez, lo que no parece ser correcto de acuerdo con la teoria cuántica. ¿Puedo continuar? SÍ, PERO NO INDEFINIDAMENTE —dijo la Muerte—. TODO ES EFÍMERO —no apartó la mirada de la arena que caía. —Bien, entonces, si estamos de acuerdo en que hay un infinito número de universos, ¡esta cama puede estar en millones de ellos al mismo tiempo! ¿SE MUEVE? —¿Qué? La Muerte hizo un gesto en dirección a la cama. ¿NOTAS SI SE MUEVE? —preguntó. —No, porque también hay millones de versiones mías. Y... esto es lo bueno... ¡algunas no están a punto de morir! ¡Cualquier cosa es posible! La Muerte dio unos golpes al mango de su guadaña mientras lo consideraba. ¿Y TODO ESTO QUIERE DECIR QUE...? —Bueno, que no estoy muriendo exactamente, ¿correcto? Ya no sois una certeza. La Muerte suspiró. Es el espacio, pensó. Ese es problema. No era así en mundos con cielos perpetuamente cubiertos por nubes. Pero una vez los humanos ven todo el espacio, sus cerebros se expanden para tratar de abarcarlo. —No tenéis respuesta, ¿eh? —comentó el filósofo moribundo—. Os sentís un poco anticuados, ¿verdad? SIN DUDA ESTO ES UN ACERTIJO —dijo la Muerte. Una vez rezaron, pensó. Pero, vaya, Él tampoco había estado nunca seguro de que rezar funcionara. Lo pensó un rato—. Y TE LO RESPONDERÉ ASÍ —añadió—. ¿QUIERES A TU ESPOSA? —¿Qué? LA MUJER QUE TE HA ESTADO CUIDANDO. ¿LA QUIERES? —Si, por supuesto. PUEDES IMAGINARTE UNA SITUACIÓN EN LA QUE, SIN CAMBIAR PARA NADA TU HISTORIA PERSONAL, COJAS AHORA MISMO UN CUCHILLO Y SE LO CLAVES —dijo la Muerte—. ¿POR EJEMPLO? —¡Evidentemente no! PERO TU TEORÍA DICE QUE SÍ. ES FÁCILMENTE POSIBLE EN LAS LEYES FÍSICAS DEL UNIVERSO, Y ADEMÁS DEBE OCURRIR, Y MUCHAS VECES. CADA MOMENTO ES UN BILLÓN DE BILLONES DE MOMENTOS, Y EN ESOS MOMENTOS LAS COSAS QUE SON POSIBLES SON INEVITABLES. TODO EL TIEMPO, MÁS TARDE O MÁS TEMPRANO, SE REDUCE A UN MOMENTO. —Pero nosotros, por supuesto, podemos hacer elecciones... ¿EXISTEN ESAS ELECCIONES? TODO LO QUE PUEDE OCURRIR, HA DE OCURRIR. TU TEORÍA DICE QUE PARA CADA UNIVERSO QUE SE FORMA PARA ADAPTARSE A TU "NO", DEBE HABER UNO QUE SE ACOMODE A TU "SÍ". PERO TÚ HAS DICHO QUE NUNCA ASESINARÍAS A TU ESPOSA. LA FÁBRICA DEL COSMOS SE ESTREMECE ANTE TU TERRIBLE SEGURIDAD. TU MORALIDAD SE CONVIERTE EN UNA FUERZA CON TANTO PODER COMO LA GRAVEDAD —Y el espacio, pensó la Muerte, tiene mucho de lo qué responder. —¿Eso ha sido un sarcasmo? EN REALIDAD, NO. ESTOY IMPRESIONADO E INTRIGADO —dijo la Muerte—. LA CUESTIÓN QUE ME HAS PLANTEADO PRUEBA LA EXISTENCIA DE DOS LUGARES HASTA AHORA MÍTICOS. EN ALGÚN LUGAR HAY UN MUNDO DONDE TODAS LAS PERSONAS HAN HECHO LA ELECCIÓN ADECUADA, LA ELECCIÓN MORAL, LA ELECCIÓN QUE MAXIMIZÓ LA FELICIDAD DE LAS DEMÁS PERSONAS. POR SUPUESTO, ESO TAMBIÉN SIGNIFICA QUE ALGÚN OTRO LUGAR SON LOS RESTOS HUMEANTES DEL MUNDO EN EL QUE NO... —¡Oh, venga! ¡Sé lo que estáis insinuando, y nunca he creído en esas tonterías del Cielo o el Infierno! La habitación se oscurecía. El brillo azulado del filo de la guadaña de segador era más visible. ASOMBROSO —dijo la Muerte—. VERDADERAMENTE ASOMBROSO. PERMÍTEME PLANTEAR OTRA SUGERENCIA: QUE NO SOIS MÁS QUE UNA AFORTUNADA ESPECIE DE SIMIO QUE ESTÁ INTENTANDO ENTENDER LAS COMPLEJIDADES DE LA CREACIÓN A TRAVÉS DE UN LENGUAJE QUE EVOLUCIONÓ PARA PODEROS DECIR LOS UNOS A LOS OTROS DÓNDE ESTABA LA FRUTA MADURA. Esforzándose por respirar, el filósofo consiguió decir: —No seáis estúpido. EL COMENTARIO NO PRETENDÍA SER DESPECTIVO —dijo la Muerte—. DADAS LAS CIRCUNSTANCIAS, HABÉIS LLEGADO MUY LEJOS. —¡Sin duda hemos superado todas esas anticuadas supersticiones! BIEN HECHO —dijo la Muerte—. ESE ES EL ESPÍRITU. SÓLO QUERÍA COMPROBARLO. Se inclinó hacia delante. ¿Y CONOCES LA TEORIA DE QUE EL ESTADO DE ALGUNAS DE LAS PARTÍCULAS MINÚSCULAS ES INDETERMINADO HASTA EL MOMENTO EN QUE SON OBSERVADAS? A MENUDO SE MENCIONA UN GATO EN UNA CAJA. —Oh, sí —dijo el filósofo. MUY BIEN —dijo la Muerte, se levantó mientras la última luz del día moría, y sonrió. HASTA LA VISTA... | |
| | | Cassandra Arquero
Cantidad de envíos : 237 Fecha de inscripción : 11/05/2008
| Tema: Re: El rincon literario Mar Jul 08, 2008 11:16 pm | |
| A que los has puesto en negrillas eh Locke xD. Buenos aportes, ya me habia leido los de Asimov (a puntada de pistola Turisiana he de denunciar).
El final del cuento que pones me ha gustado Locke. De alli en fuera cosas asi ya las he escuchado (Vamos que el Turin no es tan callado como parece). | |
| | | Cassandra Arquero
Cantidad de envíos : 237 Fecha de inscripción : 11/05/2008
| Tema: Re: El rincon literario Mar Jul 08, 2008 11:34 pm | |
| //Aqui traigo mi aporte, a que te he ganado Turin..., no debes contarme tus planes // El Virus de la Carretera Viaja hacia el Norte Richard Kinnell no estaba asustado cuando vio, por primera vez, el cuadro en la venta de garaje en Rosewood. Estaba fascinado con el cuadro, y se creyó afortunado al encontrar algo que podría ser muy especial, pero, ¿asustado?. No. No se le ocurrió hasta… (“hasta que fue demasiado tarde” tal como hubiera escrito en una de sus increíblemente exitosas novelas) que sintió casi lo mismo que se siente de joven para con ciertas drogas ilegales. Había ido a Boston a participar de una conferencia de escritores en New England llamada “La amenaza de la popularidad”. Era de imaginar que la conferencia tocaría uno de estos temas, había descubierto Richard Kinnell; de hecho, era de algún modo reconfortante. Condujo 260 millas desde Derry en vez de volar, porque estaba en un impasse en el argumento de su último libro, y buscaba tranquilidad para poder solucionar este problema. En la conferencia, tuvo que participar de un panel en el que las personas, que deberían saber más que él, le preguntaban de donde obtenía esas ideas y si alguna vez se había asustado. Se alejó de la ciudad por el camino de Tobin Bridge, y luego tomó la Ruta 1. Nunca tomaba la autopista cuando quería solucionar sus problemas; la autopista lo envolvía en un estado de somnolencia, lo convertía en un sonámbulo. Era más relajante, pero no podía crear. El tránsito “para-y-sigue” de la ruta costera actuaba como la arenisca dentro de la ostra... generaba bastante actividad mental… y a veces, incluso una perla. No es que sus críticos utilizaran esa palabra. El año pasado en un artículo del Esquire, Bradley Simons comenzó su reseña de Nigthmare City de la siguiente manera: “Richard Kinnell, que escribe como Jeffery Dahmer cocina, ha sufrido un fresco ataque de proyectiles vomitivos. Ha titulado su masa más reciente Nightmare City”. La Ruta 1 lo condujo por Revere, Malden, Everett, y hacia el norte por la costa a Newburyport. Más allá de Newburyport y justo al sur de la frontera de Massachussets/New Hampshire, se encontraba el pequeño y ordenado pueblo de Rosewood. Alrededor de una milla más allá del centro del pueblo, vio una serie de productos, que parecían baratos, desplegados sobre el jardín de una vivienda de dos plantas del tipo Cape. Apoyado contra una cocina eléctrica color aguacate, había un cartel que decía VENTA DE GARAJE. Los automóviles estaban estacionados a ambos lados de la calle, creando uno de esos cuellos de botella a los que maldicen los viajeros indiferentes a la mística de la venta de garaje. A Kinnell le gustaban éste tipo de ventas, especialmente las cajas con libros viejos que uno podía encontrar allí. Condujo por el cuello de botella, estacionó su Audi en el primer lugar de la fila de automóviles en dirección a Maine y New Hampshire, y luego retrocedió caminando. Alrededor de una docena de personas circulaban por el sucio jardín delantero de la casa azul y gris tipo Cape Cod. Un enorme televisor estaba colocado a la izquierda de la vereda, sobre cuatro ceniceros que no hacían nada para proteger el césped. Arriba había un cartel que decía: HAGA UNA OFERTA - PODRÍA SORPRENDERSE. Un cable eléctrico, prolongado mediante un alargue, salía por detrás del televisor y atravesaba la puerta principal abierta. Una gorda señora estaba sentada en una silla de jardín enfrente de él, protegida por un paraguas colorido que decía CINZANO. Junto a ella había una mesa de juegos con una caja de cigarros, un bloc de papel y un cartel escrito a mano encima: TODAS LAS VENTAS SON EN EFECTIVO, SON VENTAS FINALES. El televisor estaba encendido reflejando una novela de la tarde donde dos atractivos jóvenes parecían a punto de tener sexo sin protección. La gorda mujer miró a Kinnell, luego continuó viendo la televisión. Siguió mirando la TV por un momento, entonces volvió a mirarlo. Esta vez su boca se abrió. Ah, pensó Kinnell, buscando la caja de licor llena de libros de bolsillo que seguramente tendría que estar allí, una fan. No vio ningún libro de bolsillo, pero sí vio el cuadro, recostado contra una tabla de lanchar y sostenido por unos canastos plásticos para la ropa sucia, y el aliento se detuvo en su garganta. Lo quería ahora mismo. Caminó con exagerada tranquilidad y se arrodillo frente a él. La pintura era una acuarela, y la técnica era muy buena. Esto no le importaba a Kinnell; no le interesaba la técnica (hecho que sus críticos habían debidamente señalado). Lo que le gustaba de las obras de arte era el contenido, cuanto más perturbadoras mejor. Este cuadro puntuaba muy alto en esa área. Se arrodilló entre los dos canastos para la ropa sucia, llenos con un revoltijo de pequeños aparatos, y permitió que sus dedos rozaran el vidrio que cubría el cuadro. Miró a su alrededor rápidamente, buscando otros cuadros similares, y no vio nada – sólo la típica colección de arte de pequeños fisgones, manos suplicantes y perros apostadores. Volvió a mirar la acuarela enmarcada, y, en su cabeza, ya se veía moviendo su maletín al asiento trasero del Audi para poder deslizar, con mayor comodidad, el cuadro en el baúl. Era la imagen de un joven detrás del volante de un automóvil enorme, quizás un Grand Am, quizás un GTX, algo con techo corredizo de todos modos, cruzando el Tobin Bridgedurante el atardecer. El techo estaba corrido, convirtiendo al auto negro en casi un convertible. El brazo izquierdo del joven estaba sobre la puerta y la mano derecha recostada casualmente sobre el volante. Detrás, el cielo tenía un color hematoma de amarillos y grises, surcado por vetas rosas. El joven tenia cabello rubio y lacio que caía sobre su frente angosta. Sonreía, y sus labios separados revelaban dientes que no eran dientes para nada, sino colmillos. O quizás están afilados en las puntas, pensó Kinnell. Quizás se supone que es un caníbal. Le gustaba eso; le atraía la idea de un caníbal cruzando el Tobin Bridge durante el atardecer, en un Grand Am. Sabía lo que la mayoría de la audiencia del panel de discusión de la conferencia hubiera pensado: “Oh, sí, una gran imagen para Rich Kinnell, seguramente lo necesita para inspirarse, una pluma para hacer cosquillas en su vieja y cansada garganta, en busca de un ataque más de proyectiles vomitivos”, pero la mayor parte de esa gente era ignorante, al menos con respecto a su trabajo, lo que es más, valoraban su ignorancia, la mimaban de la misma manera en que algunas personas inexplicablemente valoran y miman a aquellos estúpidos, pequeños y desalmados perros que le ladran a los visitantes y a veces muerden los tobillos del diariero. No se había sentido atraído por éste cuadro porque escribía cuentos de terror; escribía historias de terror porque le atraían cosas como éste cuadro. Sus fans le enviaban cosas, dibujos generalmente, y él tiraba la mayor parte, no porque fueran malos sino porque eran aburridos y predecibles. Un fan de Omaha le había enviado una pequeña escultura de cerámica de una estridente y horrorizada cabeza de mono que salía de la puerta de la heladera; ésa, sin embargo, la conservó. Fue hecha sin habilidad, pero tenía una inesperada juxstaposición que lo atraía. El cuadro era de la misma calidad, pero mejor aún. Mucho mejor. | |
| | | Cassandra Arquero
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| Tema: Re: El rincon literario Mar Jul 08, 2008 11:36 pm | |
| A medida que se acercaba, queriendo recogerlo ya, en este preciso segundo, queriendo colocarlo bajo su brazo y mostrar sus intenciones, una voz hablo detrás suyo: “¿No es usted Richard Kinnell?”. Saltó, y luego se volvió. La gorda mujer estaba parada directamente detrás de él, cubriendo gran parte del paisaje cercano. Se había pintado con un lápiz labial antes de acercársele y, ahora, su boca se había transformado en una mueca sangrienta. “Sí, soy yo,” dijo él, devolviéndole la sonrisa. Sus ojos miraron el cuadro. “Tendría que haber imaginado que usted se dirigiría directamente a él” dijo ella, sonriendo tontamente. “Es tan usted”. “Así es, ¿no es cierto?” dijo él, y le dio su mejor sonrisa de celebridad. “¿Cuánto pide por él?”. “Cuarenta y cinco dólares,” dijo ella. “Seré honesta con usted, comencé pidiendo setenta, pero no le gusta a nadie, así que ahora está más barato. Si vuelve mañana, quizás valga treinta”. Ahora, la tonta sonrisa había tomado proporciones atemorizantes. Kinnell pudo observar saliva gris en las comisuras de su gran boca. “Creo que no voy a correr el riesgo” le dijo. “Le hago un cheque ahora”. La sonrisilla continuó agrandándose; ahora la mujer se parecía a una parodia grotesca de John Waters. Tan divina como Shirley Temple. “Supuestamente no debería aceptar cheques, pero está bien”, dijo ella, con un tono que se asemejaba al de una adolescente que finalmente aceptaba hacer el amor con su novio. “Ya que sacó su lapicera, ¿me firmaría un autógrafo para mi hija?. Su nombre es Robin”. “Que lindo nombre”, dijo Kinnell automáticamente. Tomó el cuadro y acompañó a esta mujer gorda hasta el mostrador. En el televisor que se encontraba allí, los lujuriosos jóvenes habían sido temporariamente desplazados por una viejita que comía copos de salvado. “Robin lee todos sus libros”, dijo la mujer gorda. “¿De dónde saca todas esas locas ideas?”. “No lo sé”, dijo Kinnell, dando su sonrisa más amplia. “Tan sólo me vienen. ¿No es asombroso?”. La cuidadora de la venta de garaje se llamaba Judy Diment, y vivía en la casa de al lado. Cuando Kinnell le preguntó si conocía al artista, ella respondió que sí lo sabía; Bobby Hastings lo pintó, y Bobby Hastings era la razón por la que estaba vendiendo las cosas de los Hastings. “Y éste es el único cuadro que no quemó”, dijo ella. “¡Pobre Iris!. Ella es realmente la que me da pena. No creo que a George le haya importado mucho. Y sé que él no entendió porque ella quiere vender la casa”. Movió los ojos de su grande y dulce rostro con esa antigua mirada de usted-se-imaginará-porqué. Tomó el cheque de Kinnell apenas él lo arrancó, y luego le dio el anotador donde había escrito todos los artículos que había vendido y el dinero que había obtenido por ellos. “Escríbaselo a nombre de Robin”, dijo ella. “¿Podría hacerlo con dulzura?”. La sonrisilla volvió a aparecer, como ese viejo conocido que uno desearía que estuviese muerto. “Uh-huh”, dijo Kinnell, y escribió su típico mensaje de gracias por ser fan mío. No tenía que mirar sus manos, ya ni tenía que pensarlo, no después de veinticinco años de escribir autógrafos. “Cuénteme sobre el cuadro y los Hastings”. Judy Diment dobló sus regordetas manos de la misma manera que las mujeres que están a punto de relatar su historia favorita. “Bobby tenía veintitrés años cuando se suicidó esta primavera. ¿Puede creerlo? Era del tipo “genio torturado”, usted sabe, pero todavía vivía en su casa”. Movió nuevamente sus ojos, volviéndole a preguntar con ellos a Kinnell si podía imaginarlo. “Debía de tener setenta u ochenta cuadros, además de todos sus bocetos. Se encontraban en el sótano” señalando con su pera la casa tipo Cape Cod, y luego volvió a mirar la imagen del demoníaco joven conduciendo por el Tobin Bridge al atardecer. “Iris –la mamá de Bobby- dijo que la mayoría eran realmente perversos, mucho peor que éste. Cosas que te ponen los pelos de punta”. Redujo su voz a un susurro, espiando a una mujer que estaba observando la incompleta vajilla de plata de los Hastings y una hermosa colección de viejos vasos plásticos de Mc Donald alusivos a la película Querida, encogí a los niños. “La mayoría tenía cosas relacionadas con el sexo”. “Oh, no”, dijo Kinnell. “Hizo los peores después que comenzó a drogarse”, continuó Judy Diment. “Después de muerto - se ahorcó en el sótano, donde solía pintar - encontraron más de cien de esas pequeñas botellas que se venden con cocaína. ¿No son horribles las drogas, Señor Kinnell?”. “Lo son”. “De cualquier manera, supongo que llegó al final de su cuerda, literalmente hablando. Sacó todos sus bocetos y cuadros a la galería – excepto ese, creo - y los quemó. Luego se ahorcó en el sótano. Se pinchó una nota en la camisa que decía: “No puedo soportar lo que me está sucediendo” ¿No es horrible, Señor Kinnell?, ¿No es lo más horrible que alguna vez haya oído?”. “Si” Dijo Kinnell, con bastante sinceridad. “Así es”. “Como dije, creo que George seguiría viviendo en la casa, si por él fuera” dijo Judy Diment. Tomó el papel con el autógrafo para Robin, lo colocó junto al cheque de Kinnell, y movió su cabeza, como si la similitud entre las firmas la sorprendiera. “Pero los hombres son diferentes”. “¿Es así?”. “Sí, mucho menos sensibles. Para el final de su vida, Bobby Hastings era sólo piel y huesos, sucio todo el tiempo –lo podías oler- y usaba la misma remera casi todos los días. Tenía un dibujo de Led Zeppelin. Sus ojos estaban rojos, tenía una sombra en la mejilla que no se podía llamar barba, y sus granos volvieron a aparecer, como si fuera nuevamente un adolescente. Pero ella lo amaba, porque el amor de una madre va más allá de este tipo de cosas”. La mujer que había estado mirando la vajilla y los vasos, comenzó a observar unos individuales de la Guerra de las Galaxias. La señora Diment tomó los cinco dólares que le daba por ellos, escribió con cuidado la venta en el anotador debajo de “UNA DOCENA DE VARIADAS AGARRADERAS”, y luego se volvió hacia Kinnell. “Fueron a Arizona” dijo ella, “para estar con unos amigos de Iris. Sé que George está buscando trabajo en Flagstaff – él es diseñador - pero no sé si todavía consiguió alguno. Si lo hizo, supongo que no los volveremos a ver aquí en Rosewood. Señaló todas las cosas que quería que vendiera – Iris - y me dijo que podía quedarme con el veinte por ciento, por la molestia. Le enviaré un cheque por el resto del dinero. No será mucho.” murmuró ella. “ El cuadro es grandioso” dijo Kinnell. “Sí, es una pena que haya quemado los demás, porque el resto de las cosas son la típica basura de una venta de garaje, perdón por mi vocabulario, ¿qué es eso?. Kinnell había girado el cuadro. Había cinta Dymo pegada en la parte trasera. “Un cartel, creo”. “¿Qué dice?”. Tomó el cuadro por los costados y lo sostuvo para que ella pudiera leerlo por sí misma. Este movimiento hizo que el cuadro estuviera al nivel de sus ojos, y, entonces, lo analizó ansiosamente, una vez más arrastrado por el carácter misterioso del tema, un joven detrás del volante de un gran automóvil, un joven con mueca desagradable que revelaba las puntas afiladas de un grupo de dientes aún más desagradable. Encaja justo, pensó. Si hay un título perfecto para este cuadro, es éste. “El Virus del Camino se dirige al norte” leyó ella. “No lo noté mientras mis hijos sacaban las cosas. ¿Es el nombre, no es cierto?”. “Debe ser”. Kinnell no podía dejar de mirar la mueca del joven rubio. Sé algo, decía la sonrisa. Sé algo que tu nunca sabrás. | |
| | | Cassandra Arquero
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| Tema: Re: El rincon literario Mar Jul 08, 2008 11:37 pm | |
| “Bueno, supongo que usted debe creer que la persona que lo hizo debía estar muy drogada” dijo ella, sonando perturbada, auténticamente perturbada, pensó Kinnell. “No le importó suicidarse y romperle el corazón a su mamá”. “Creo que yo también tengo que dirigirme al norte” dijo Kinnell, colocando el cuadro bajo su brazo. “Gracias por...” “¿Señor Kinnell?” “¿Sí?” “¿Me podría mostrar su licencia de conducir?”. Aparentemente ella no encontró nada irónico ni divertido en su pedido. “Tengo que anotar el número en la parte de atrás del cheque”. Kinnell colocó el cuadro en el piso para poder buscar su billetera. “Seguro”. La mujer que compró los apoyavasos de las Guerras de las Galaxias, hizo una pausa, mientras se dirigía al automóvil, para mirar la novela que daban en la televisión del jardín. Ahora miró el cuadro que Kinnell había apoyado contra sus piernas. “Agh” dijo ella “¿A quién le gustaría una cosa tan vieja y horrible como ésta? Pensaría en ella cada vez que apague las luces”. “¿Qué tiene de malo eso?” Preguntó Kinnell.
Trudy, la tía de Kinnell, vivía en Wells, seis millas al norte del limite entre Maine y New Hampshire. Kinnell tomó la salida que bordeaba la brillante y verde torre de agua de Wells, la que tenía el cómico cartel (CONSERVE A MAINE VERDE, TRAIGA DINERO) con letras de cuatro pies de altura, y cinco minutos después giraba hacia el camino de entrada de su acicalada casita residencial. Allí no había ningún televisor sobre ceniceros hundiéndose en el césped, sólo estaban las flores de la amigable Tía Trudy. Kinnell necesitaba orinar, y no había querido hacerlo en la parada de descanso del camino, cuando podía hacerlo acá, pero, a la vez, quería ponerse al día de los chismes de la familia. La Tía Trudy relataba los mejores; ella era para los chismes lo que Zabar para los manjares. Además, por supuesto, le quería mostrar su nueva adquisición. Ella salió para recibirle, le dio un abrazo, y cubrió su cara con sus patentados besos de pajarito, esos que le habían hecho estremecerse por todas partes cuando era niño. "¿Quieres ver algo?" Le preguntó. "Te volará los calzones". "Que idea encantadora" dijo la tía Trudy, cruzándose de brazos y mirándolo con diversión. Abrió el baúl y sacó su nuevo cuadro. Le afectó, es verdad, pero no de la forma que él había esperado. El color desapareció de su rostro en un santiamén, nunca en su vida había visto algo así. "Es horrible," dijo con una voz severa pero controlada. "Lo odio. Supongo que veo por que te atrajo, Richie, pero el que juega con fuego, termina quemándose. Ponlo nuevamente en el baúl, sé buen chico. Y cuando llegues al Río Saco, ¿porqué no estacionas en la banquina y lo tiras?". La miró atónito. Los labios de tía Trudy estaban cerrados, tirantes, para así poder hacer que no tiemblen, y ahora, no sólo estaba cruzada de brazos, sino que sus largas y finas manos agarraban sus codos, como evitando que iniciara un largo vuelo. En ese momento no parecía de sesenta y uno sino de noventa y uno. "¿Tía?" Kinnell hablo inciertamente, sin estar seguro de lo que estaba pasando aquí. "¿Tía, que te pasa?" "Eso," dijo, apuntando con su mano derecha al cuadro. "Estoy sorprendida que no lo sientas más fuertemente, un tipo tan imaginativo como tú". Bueno, él sentía algo, obviamente lo había hecho, o nunca hubiera sacado su chequera en primer lugar. Sin embargo, la tía Trudy estaba sintiendo algo diferente…o algo más. Dio vuelta el cuadro así lo podía ver (lo había estado sosteniendo de frente a ella, de manera que tenía el lado con la cinta de frente a él), y lo miró de nuevo. Lo que vio le golpeó en el pecho y en la barriga como un doble puñetazo. El cuadro había cambiado, ése era el primer golpe. No mucho, pero había cambiado claramente. La sonrisa del joven rubio era más ancha, revelando más de esos dientes caníbales. Sus ojos miraban de soslayo dando a su cara una mirada que era más sabia y detestable que nunca. La forma de esa sonrisa…el panorama de sus dientes afilados asomando ligeramente… la inclinación de los ojos y la mirada de reojo… todas cosas bastante subjetivas. Una persona podría equivocarse acerca de cosas como esas, y por supuesto él no había realmente estudiado el cuadro antes de comprarlo. No sólo eso, también había estado distraído por la Sra. Diment, que probablemente podría hablar hasta por los codos. Pero, también estaba el segundo golpe, y ése no era subjetivo. En la oscuridad del baúl del Audi, el joven rubio había movido su brazo izquierdo, el que estaba apoyado en la puerta, de modo que Kinnell ahora veía un tatuaje que antes había estado oculto. Era una daga con la punta ensangrentada. Debajo de ella se leían unas palabras. Kinnell podía leer LA MUERTE ANTES, y supuso que no tenías que ser un gran novelista, vendedor de best-sellers, para deducir las palabras que estaban ocultas. LA MUERTA ANTES QUE EL DESHONOR era, después de todo, precisamente la clase de tatuaje que un viajero de mal agüero como éste llevaría tatuado en su brazo. Y un as de picas en el otro, Kinnell penso. "Lo odias, no es así, Tía?" Preguntó. "Sí, " dijo, y ahora vio una cosa todavía más asombrosa: ella se había alejado de él, fingiendo que miraba hacia la calle (la cual estaba dormida y desierta en aquel atardecer caluroso) así no tenía que mirar al cuadro. "De hecho, tu Tía lo aborrece. Ahora aléjalo y entra a la casa. Apuesto a que necesitas usar el baño." La tía Trudy recobró su savoir-faire2 casi tan pronto como la acuarela estuvo de vuelta en el baúl. Hablaron de la madre de Kinnell (Pasadena), su hermana (Baton Rouge), y de su ex esposa, Sally (Nashua). Sally era un caso raro que manejaba un refugio de animales desde un remolque y publicaba dos boletines de noticias cada mes. Sobrevivientes estaba lleno de información astral y supuestos cuentos verdaderos del mundo de los espíritus; Visitantes contenía los reportes de las personas que habían tenido encuentros cercanos con extraterrestres. Kinnell ya no iba más a convenciones que se especializaban en fantasía y horror. Con una Sally en la vida, pensaba, era suficiente. Cuando la tía Trudy lo acompañó hasta el auto, eran las cuatro y media y él había declinado la invitación a la obligatoria cena. "Puedo hacer la mayor parte del camino de vuelta a Derry durante el día, si salgo ahora." "Okay," dijo. "Y siento haber sido tan terminante sobre tu cuadro. Por supuesto que te gusta, siempre te han gustado tus... tus excentricidades. Me cayó mal. Esa cara horrible." Temblaba. "Como si lo estuviésemos mirando…y él estuviera mirándonos a nosotros." Kinnell sonrió y besó la punta de su nariz. "Tienes bastante imaginación, querida." "Por supuesto, es de familia. ¿Estás seguro que no quieres usar el baño de nuevo, antes de irte?" Sacudió su cabeza. "No es por eso que pasé, de cualquier modo, no realmente." "¿Oh? ¿Por qué lo hiciste?" Él sonreía. "Porque sabes quién está siendo travieso y quién está siendo bueno. Y no tienes miedo de decir lo que sabes." "Vamos, ponte en marcha" dijo ella, empujando su hombro, pero claramente complacida. "Si fuera tu, quisiera llegar a casa lo más rápido posible. No me gustaría ese detestable tipo detrás de mí en la oscuridad, aún en el baúl. Digo, ¿viste sus dientes? Agh!"
Avanzaba por la autopista, cambiando paisaje por velocidad, y logró llegar al área de servicios de Gray, antes de decidir detenerse para echarle una nueva mirada al cuadro. Parte de la incomodidad de su tía se le había transmitido como un germen, pero él no pensaba que ese fuera realmente el problema. El problema era su intuición de que el cuadro había cambiado.
El área de servicio presentaba los comercios de comida usuales — sándwichs de Roy Rogers, conos de TCBY — y una pequeña área llena de basura de picnics y paseos de perros, en la parte posterior. Kinnell estacionó junto a una camioneta con placas de Missouri, respiró profundo, y exaló. Había manejado a Boston para así poder matar ciertos confabulados duendes traviesos del nuevo libro, lo cual era bastante irónico. Se la había pasado, durante el viaje de ida, pensando en qué le diría al panel si le hubieran hecho ciertas preguntas difíciles, pero no le habían hecho ninguna —una vez que habían descubierto que no sabía de dónde conseguía sus ideas, y sí, a veces se asustaba, sólo habían querido saber cómo se conseguía un agente. Y ahora, a la vuelta, no podía pensar en otra cosa que no sea el maldito cuadro. ¿Había cambiado? Si lo había hecho, si el brazo del joven rubio se había movido lo suficiente, como para que Kinnell pudiera leer el tatuaje que antes había estado parcialmente oculto, entonces podría escribir una columna para una de las revistas de Sally. Diablos, hasta una serie de cuatro partes. Si, por otra parte, no estaba cambiando, entonces…¿qué? ¿Estaba sufriendo alucinaciones? ¿Tenía una crisis nerviosa? Eso era basura. Su vida estaba bastante en orden, y se sentía bien. | |
| | | Cassandra Arquero
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| Tema: Re: El rincon literario Mar Jul 08, 2008 11:40 pm | |
| Se sentía, en todo caso, hasta que su fascinación para con el cuadro había empezado a transformarse en algo diferente, algo más oscuro. "Ah, mierda, no lo miraste bien la primera vez," dijo en voz alta mientras se bajaba del auto. Bueno, quizá. Quizá. No sería la primera vez que su mente jodía con sus percepciones. Eso formaba parte de lo que había hecho, también. A veces su imaginación era un poco… bueno… "enérgica" dijo Kinnell, y abrió el baúl. Sacó el cuadro del baúl y lo miró, y fue durante esos diez segundos en que lo miró sin recordar que tenía que respirar, que empezó a sentirse verdaderamente asustado del cuadro, asustado en la forma en que lo estarías al escuchar el repentino cascabeleo seco entre los arbustos, asustado en la forma en que lo estarías al ver un insecto que probablemente te picaría si lo provocaras. Ahora, el conductor rubio le estaba sonriendo como un loco a él —sí, a él, Kinnell estaba seguro de ello— con aquellos dientes de caníbal expuestos a todo lo largo de sus encías. Sus ojos, simultáneamente risueños y coléricos. Y el Tobin Bridge había desaparecido. Como así también la línea del horizonte de Boston. Como así también la puesta del sol. Era casi de noche en el cuadro, el auto y su salvaje jinete iluminados por un simple farol que iluminaba un poco el camino y el cromo del automóvil. A Kinnell le pareció como si el automóvil (estaba bastante seguro que era un Grand Am) estuviera en el límite de un pequeño pueblo en la Ruta 1, y estaba bastante seguro de que sabía que pueblo era —había manejado por él sólo unas cuantas horas antes. "Rosewood," murmuró. "Es Rosewood. Estoy seguro." El virus del camino se estaba dirigiendo al norte, correcto, viniendo por la ruta 1 tal como él lo había hecho. El brazo izquierdo del rubio estaba todavía apoyado en la ventana, pero lo había girado hacia su posición original de modo que Kinnell no podía ver el tatuaje. Pero sabía que estaba allí, ¿no es cierto? Sí, apuesta lo que quieras. El joven rubio se parecía a un fan de Metallica que había escapado de un asilo mental para criminales. "Jesús," murmuró Kinnell, y fue como si esa palabra viniese de otra parte, no de él. De repente, la fuerza abandonó su cuerpo, abandonándolo como el agua en un balde con un agujero en el fondo, y se sentó pesadamente en el borde que separaba el parque de la zona para pasear perros. De repente entendió que ésta era la verdad que él había pasado por alto en todas sus ficciones, esto era como las personas realmente reaccionaban cuando se encontraban cara a cara con algo que no tenía ninguna explicación racional. Te sentías como si estuvieras sangrando hasta morir, sólo que dentro de tu cabeza. "No me extraña que el tipo que lo pintó, se haya matado," graznó, todavía mirando el cuadro, mirando a la sonrisa feroz, a los ojos que eran tan astutos como estúpidos. Había una nota sujeta a su camisa, había dicho la Sra. Diment. "No puedo entender qué me esta pasando.” ¿No es eso horrible, Sr. Kinnell? Si, era horrible, correcto. Realmente horrible. Se levantó, agarrando el cuadro por su parte superior, y caminó a zancadas a través del área para pasear perros. Mantuvo sus ojos mirando estrictamente frente a él, buscando algunas minas terrestres caninas. No miraba el cuadro. Sus piernas se sentían temblorosas y poco fiables, pero parecía que lo soportarían. Justo enfrente, cerca del cinturón de árboles detrás del área de servicio, había una bonita joven en shorts blancos y top rojo. Estaba paseando a un perro Cocker Spaniel. Ella empezó a sonreírle, entonces vio algo en su cara que le hizo dejar de hacerlo. Se volvió y se fue rápidamente. El perro no quería ir tan rápido, así que lo arrastró, tosiendo, mientras se alejaba.
Los pequeños pinos detrás del área de servicio iban desapareciendo hacia un pantanoso acre que apestaba a descomposición vegetal y animal. La alfombra de agujas de pino parecía un basurero en una zona de precipitaciones radioactivas: envolturas de hamburguesas, vasos desechables, servilletas de TCBY, latas de cerveza, botellas vacías de vino, colillas de cigarrillos. Vio un condón usado yacer como un caracol muerto junto a un par de bragas rotas con la palabra MARTES cosida con la afeminada letra cursiva de niña. Ahora que estaba aquí, hechó otra mirada al cuadro. Se preparó para más cambios —aún para la posibilidad de que el cuadro pudiese estar en movimiento, como una película en una ventana— pero no hubo ninguno. Kinnell comprendió que no sería en ese lugar; la cara del rubio era suficiente. Esa pétrea mueca loca. Esos dientes puntiagudos. La cara decía, Hey, viejo, ¿adivina qué? Estoy hasta los huevos con la civilización. Soy un representante de la verdadera generación X, el próximo milenio esta justo aquí, detrás de la rueda de esta magnifica y brillante máquina de metal. La reacción inicial de Tía Trudy al cuadro había sido la de decirle a Kinnell que lo debía tirar al Río Saco. La Tía había estado en lo cierto. El Saco estaba, ahora, casi veinte millas detrás de él, pero… "Esto servirá," dijo. "Pienso que realmente servirá." Levantó el cuadro sobre su cabeza como un deportista sosteniendo un trofeo posando para los fotógrafos, y entonces lo arrojó cuesta abajo. Dio dos vueltas, el marco centelleando con el sol de la tarde, y golpeó un árbol. El cristal se destrozó. El cuadro cayó al suelo y resbaló en la árida alfombra de agujas de pino, como si fuese un tobogán. Aterrizó en el pantano, una esquina del marco sobresalía de un ramo de cañas. En todo caso, no había nada visible mas que el cristal roto, y Kinnell pensó que encajaba muy bien con el resto de la basura. Se dio vuelta y volvió a su automóvil, intentando recobrar algo de cordura. Guardaría este incidente en su propio nicho especial, pensaba…se le ocurrió que era probablemente lo que la mayor parte de las personas hacían cuando les pasaban cosas como ésta. Mentirosos e impostores (o quizá en este caso fueran observadores)3 escribían sus fantasías para publicaciones como Survivors y decían que eran ciertas; aquellos que se tropezaban con auténticos fenómenos ocultos mantenían sus bocas cerradas y trataban de mantener la cordura. Porque cuando una grieta así, aparece en tu vida, tienes que hacer algo para solucionarla; ya que si no lo haces, puede que se ensanche y, tarde o temprano todo se vendría abajo. Kinnell levantó la vista y vio a la joven mirándole aprensivamente desde lo que esperaba fuese una distancia segura. Cuando vio que la miraba, se volvió y empezó a dirigirse hacia el restaurante, otra vez arrastrando el perro detrás de sí e intentando oscilar las caderas lo menos posible. Piensas que estoy loco, o no, niña bonita? pensó Kinnell. Vio que había dejado su baúl abierto. Parecía una boca abierta. La cerró de un golpe. Pero no estoy loco. Absolutamente no. Solo cometí un pequeño error, eso es todo. Paré en una venta de garaje que tendría que haber pasado. Cualquiera podría haberlo hecho. Tu podrías haberlo hecho. Y ese cuadro — "¿Qué cuadro?" Rich Kinnell le preguntó al caluroso atardecer veraniego, e intentó sonreír. "Yo no veo ningún cuadro." Se sentó detrás del volante de su Audi y arrancó el motor. Miró el indicador de gasolina y vio que estaba por debajo de la mitad. Iba a necesitar gasolina antes de llegar a su casa, pero pensó que lo había llenado un poco mas allá de la línea. En este momento, todo lo que quería hacer era poner unas cuantas millas —lo más que fuera posible— entre él y el cuadro abandonado. Una vez fuera de los límites de Derry, Kansas Street se convertía en Kansas Road. Al acercarse a los límites del pueblo (un área que es en realidad campo abierto), se convierte en Kansas Lane. No mucho después, Kansas Lane pasa entre dos postes de piedra. El asfalto da paso a la grava. La que es una de las calles céntricas más bulliciosas de Derry, ocho millas al este de aquí, se convierte en un camino de acceso culminando en una pequeña colina, y en las noches de verano iluminadas por la luna, centellea como algo salido de un poema de Alfred Noyes. En lo alto de la colina se encuentra un gallardo cobertizo de estructura angular con ventanas espejadas, un establo que es en realidad un garaje, y una antena parabólica apuntando a las estrellas. Un gracioso periodista del Derry News una vez la llamó la Casa que Construyó Gore4 … sin referirse al vicepresidente de los EE.UU. Richard Kinnell simplemente lo llamaba hogar, y aparcó delante de ella esa noche, con un sentimiento de tediosa satisfacción. Se sentía como si hubiera pasado una semana desde que se despertó en el Hotel Boston Harbor esa mañana a las nueve de la mañana. No más ventas de garaje, pensó, mirando a la luna. Nunca más una venta de garaje. "Amén," dijo, y se dirigió a la casa. Probablemente debería entrar el auto al garaje, pero al infierno con eso. Lo que quería ahora mismo era un trago, una comida ligera —algo del microondas—y entonces irse a dormir. Preferiblemente del tipo sin sueños. No podía esperar más para dejar este día atrás. Puso la llave en la cerradura, abrió la puerta y pulsó 3817 en el panel, apagando la alarma contra ladrones. Encendió la luz del vestíbulo delantero, pasó a través de la puerta, cerrándola detrás de él, empezó a volverse, vio lo que estaba en la pared donde su colección de libros había estado dos días atrás, y gritó. En su cabeza gritó. Nada salió realmente de su boca, más que una áspera exhalación de aire. Oyó un golpe y un pequeño campanilleo cuando sus llaves se cayeron de su débil mano sobre la alfombra bajo sus pies. El virus del camino se dirige al Norte no estaba más detrás de la sucia área de servicio en la carretera. Estaba colgado en su hall de entrada. Había cambiado nuevamente. El automóvil estaba estacionado en el camino de acceso de la venta de garaje. Lo cosas estaban todavía tendidas por todas partes — cristalería y mobiliario y chucherías de cerámica (pipas con forma de perro escocés, niños gateando desnudos, un pez guiñando el ojo), pero ahora brillaban bajo la luz de la misma cadavérica luna que estaba sobre la casa de Kinnell. La TV aún estaba allí, también, y todavía estaba encendida, lanzando su propia pálida luz en la hierba, y sobre lo que estuviera enfrente de ella, junto a la cortadora de césped volcada. Judy Diment estaba de espaldas, y ella no estaba completamente allí. Después de un momento, Kinnell vio el resto. Sobre la tabla de planchar, sus ojos muertos resplandecían con la luz de la luna como monedas de cincuenta centavos. Las luces traseras del Grand Am eran un borrón de acuarela roja. Era la primera mirada de Kinnell hacia la parte posterior del automóvil. Escrito todo a lo largo en letras góticas: EL VIRUS DEL CAMINO. Tiene perfecto sentido, Kinnell pensó aturdidamente. No él, su automóvil. Salvo un tipo así, no hay mucha diferencia probablemente. "Esto no está sucediendo," murmuró, pero sí lo estaba. Quizá no le hubiera sucedido a alguien un poco menos abierto a tales cosas, pero estaba sucediendo. Y mientras miraba al cuadro se encontró recordando el pequeño cartel de la mesa de Judy Dimet. TODAS LAS VENTAS SON EN EFECTIVO, decía (sin embargo, ella había aceptado su cheque, agregándole, por seguridad, su número de licencia). Y decía otra cosa más, también. SON VENTAS FINALES. Kinnell se alejó del cuadro e ingresó al living. Se sentía como un extraño dentro de su propio cuerpo, y sentía que parte de su mente buscaba a tientas la paleta que había usado antes. Parecía que la había perdido. Encendió la TV, y luego el sintonizador del cable que estaba encima de él. Puso el canal V–14, mientras podía sentir, todo el tiempo, al cuadro colgado en el hall, empujando su nuca. El cuadro, de alguna forma, le había golpeado ahí. "Debe conocer un atajo, " dijo Kinnell y rió. No había sido capaz de ver gran parte del rubio en esta versión del cuadro, pero había un borrón detrás del volante que Kinnell asumía que era él. El virus del camino había terminado su tarea en Rosewood. Era tiempo de moverse al norte. Próxima parada... Bajó una pesada puerta de acero sobre ese pensamiento, cortándolo antes de que pudiera ver el resto. "Después de todo, podría ser que estuviese imaginando todo esto" le dijo al vacío living. En lugar de alentarle, el tono ronco y tembloroso de su voz le asusto aún más. "Esto podría ser…" pero no pudo terminar. Lo único que le venía a la mente era una vieja canción, un estilo pseudo-hip de algún clon de Sinatra de principios de los cincuenta: Esto podría ser el principio de algo GRANDE… El sonido que salía de los altavoces no era Sinatra sino Paul Simon, acompañado por instrumentos de cuerda. La blanca computadora escribió sobre la pantalla azul BIENVENIDO A LAS NOTICIAS DE NEW ENGLAND. Había instrucciones debajo, pero Kinnell no tenía que leerlas; era un adicto a las noticias y se sabía las instrucciones de memoria. | |
| | | Cassandra Arquero
Cantidad de envíos : 237 Fecha de inscripción : 11/05/2008
| Tema: Re: El rincon literario Mar Jul 08, 2008 11:41 pm | |
| Marcó, ingresó el número de su MasterCard, entonces pulso 508. "Ha ordenado noticias para [pausa] centro y norte de Massachusetts," se escuchó la voz del robot. "Muchas grac..." Kinnell apoyo el teléfono en su soporte, y se quedó mirando el logo de la revista online de New England, y chasqueando sus dedos nerviosamente. "Vamos" dijo. "Vamos, vamos". La pantalla se agitó, y el fondo azul se convirtió en verde. Las palabras comenzaron a desplazarse en forma ascendente, algo acerca de un incendio en una casa en Taunton. A esto, le seguía el último escándalo en una carrera de perros, y a continuación el servicio meteorológico — claro y apacible. Kinnell se estaba empezando a relajar, empezando a preguntarse si había visto realmente lo que pensó que había visto en la pared de la puerta de entrada o si había sido una especie de fuga inducida por el viaje, cuando la TV emitió un sonido corto y agudo y las palabras NOTICIAS DE ULTIMO MOMENTO aparecieron. Seguía viendo como se desplazaban los renglones. Nueva Inglaterra, Agosto 19 / 8:40PM: UNA MUJER EN ROSEWOOD HA SIDO BRUTALMENTE ASESINADA MIENTRAS LE HACIA UN FAVOR A UNA AMIGA AUSENTE JUDITH DIMENT DE 38 AÑOS FUE SALVAJEMENTE CORTADA HASTA MORIR EN EL PATIO DE LA CASA DE SU VECINO, DONDE HABÍA ESTADO DIRIGIENDO UNA VENTA DE GARAGE. NINGUN GRITO FUE ESCUCHADO Y LA SEÑORA DIMENT NO FUE ENCONTRADA HASTA LAS OCHO, CUANDO UN VECINO SE CRUZO PARA QUEJARSE ACERCA DEL VOLUMEN DE LA TV. EL VECINO, MATTHEW GRAVES, DIJO QUE LA SEÑORA DIMENT HABIA SIDO DECAPITADA "SU CABEZA ESTABA SOBRE LA TABLA DE PLANCHAR," DIJO. "FUE LA COSA MÁS HORRIBLE QUE VI EN MI VIDA". GRAVES DIJO QUE NO ESCUCHO NINGÚN RUIDO DE LUCHA, SÓLO LA TV, Y UN POCO ANTES DE ENCONTRAR EL CUERPO, UN POTENTE AUTO, POSIBLEMENTE EQUIPADO CON SILENCIADOR, ALEJÁNDOSE DEL VECINDARIO POR LA RUTA 1. SE ESPECULA QUE ESTE VEHICULO PERTENECE AL ASESINO... Exceptuando que no era una especulación; era un hecho concreto. Respirando profundamente, sin llegar a jadear, Kinnell se dirigió rápidamente al hall de entrada. El cuadro estaba allí, pero había cambiado otra vez. Ahora mostraba dos brillantes círculos — las luces delanteras — con la forma oscura del voluminoso automóvil detrás de ellas. Está en marcha de nuevo, pensó Kinnell, y, ahora pensaba en la tía Trudy — la dulce tía Trudy, que siempre sabía quién había sido travieso y quién se había portado bien. Tía Trudy, que vivía en Wells, a no más de cuarenta millas de Rosewood. "Dios, por favor, Dios, por favor envíalo por el camino de la costa" dijo Kinnell, mirando el cuadro. ¿Era su imaginación o parecía que los faros, ahora, estaban más lejos, como si el automóvil se estuviera moviendo en realidad ante sus ojos… pero, furtivamente, de la misma forma que el minutero se sigue moviendo en un reloj de bolsillo? "Envíalo por el camino de la costa, por favor." Arrancó el cuadro de la pared y corrió hacia la sala con él. La pantalla protectora estaba en su lugar, enfrente de la chimenea, por supuesto; hacía al menos dos meses que no encendía un fuego aquí dentro. Kinnell quitó la pantalla y arrojó el cuadro dentro, rompiendo el cristal del cuadro — que había roto ya una vez, en el área de servicios de Gray — contra las paredes del hogar. Entonces corrió hacia la cocina, preguntándose que haría si esto tampoco funcionaba. Tiene que funcionar, pensó. Funcionará por que lo tiene que hacer, y eso es todo. Abrió las alacenas de la cocina, derramando la harina, derramando un bote de sal, derramando el vinagre. La botella se rompió contra la mesada y el apestoso olor asaltó su nariz y sus ojos. Ahí, no. Lo que quería no estaba allí. Corrió deprisa hacia la despensa, buscó detrás de la puerta — sólo un balde de plástico — y después en el estante al lado de la secadora de ropa. Allí estaba, junto al carbón. Fluido para encender fuego. Lo agarró y regresó corriendo, mirando el teléfono en la pared de la cocina mientras seguía de largo. Quería detenerse, quería llamar a la tía Trudy. No iba a tener ningún problema para que le creyera; si su sobrino favorito llamaba y le decía que se fuera de la casa, que se fuera ahora, ella lo haría…¿pero qué ocurriría si el rubio la seguía? ¿Si intentaba darle caza? Lo haría. Kinnell sabía que lo haría. Cruzó rápidamente el living y paró delante de la chimenea. "Jesús," susurró. "Jesús, no." El cuadro debajo del cristal astillado ya no mostraba las luces de frente. Ahora mostraba al Grand Am en una curva cerrada del camino que sólo podía ser una rampa de salida. La luz de luna brillaba como seda liquida en el flanco oscuro del auto. En el fondo se veía una torre de agua, y las palabras escritas en ella eran fácilmente legibles en la luz de la luna. MANTENGA VERDE A MAINE, decía. TRAIGA DINERO. Kinnell no le embocó al cuadro cuando apretó el envase del fluido liquido; sus manos estaban temblando mucho y el aromático líquido simplemente corrió por la parte intacta del cristal, manchando la parte posterior del cuadro. Respiró profundo, apuntó, y entonces, apretó de nuevo. Esta vez el fluido cayó en el cuadro a través de los orificios del cristal roto, empapándolo, haciéndolo correr, volviendo el óvalo de los neumáticos Goodyear en una ennegrecida lágrima. Kinnell tomó uno de los fósforos ornamentales de la jarra encima de la repisa, lo encendió contra la chimenea, y lo empujó a través de un agujero del cristal. El cuadro se encendió al instante, las llamas se ondulaban a lo largo y ancho del Grand Am y la torre de agua. El cristal que quedaba sano en el cuadro, se puso negro, y luego estalló en una lluvia de astillas ardientes. Kinnell las aplastó con sus zapatos, apagándolas antes de que pudieran quemar la alfombra. Fue hacia el teléfono y marcó el numero de la tía Trudy, sin darse cuenta de que estaba llorando. Al tercer timbre, el contestador de su tía se activó. "Hola," dijo la tía Trudy, "Sé que favorece a los ladrones decir cosas como ésta, pero me he ido hasta Kennebunk para ver la nueva película de Harrison Ford. Si tiene la intención de entrar por la fuerza, por favor no se lleve mi porcelana china. Si quiere dejar un mensaje, hágalo después del beep." Kinnell esperó, entonces, manteniendo su voz tan firme como le era posible, dijo: "Soy Richie, tía Trudy. ¿Llámame cuando vuelvas, Ok? No importa cuan tarde llegues." Cortó y miró la TV, entonces marcó de nuevo las noticias del cable, esta vez, marcando el código de área de Maine. Mientras que las computadoras del otro lado de la línea procesaban su orden, se dirigió a la chimenea y con un atizador removió lo que quedaba del ensortijado y, ahora, ennegrecido cuadro. El hedor era horrible —en comparación hacía que el olor del vinagre derramado oliera como un campo de flores— pero Kinnell descubrió que mucho no le importaba. El cuadro estaba totalmente destruido, reducido a cenizas, y eso hacia que valiera la pena. ¿Qué pasa si regresa de nuevo? "No lo va a hacer," dijo, guardando el atizador y regresando a la TV. "Estoy seguro que no lo hará." Pero cada vez que los renglones de las noticias aparecían, se levantaba para verificarlo. El cuadro sólo era ceniza en la chimenea…y no había ni una palabra acerca de alguna mujer mayor asesinada en área de Wells-Saco-Kennebunk. Kinnell se mantuvo a la expectativa, casi esperando ver UN GRAND AM CHOCO A GRAN VELOCIDAD CONTRA UN CINE EN KENNEBUNK ESTA NOCHE, MATANDO AL MENOS A DIEZ PERSONAS, pero nada de ello apareció. A las once menos cuarto el teléfono sonó. Kinnell lo levantó. "¿Hola?" "Soy Trudy, querido. ¿Estás bien?" "Sí, bien." "No suenas bien" dijo. "Tu voz suena temblorosa y…extraña. ¿Qué pasa? ¿Qué tienes?" Y entonces, dándole un escalofrío pero sin realmente sorprenderle: "Es el cuadro con el que estabas tan contento, ¿no es cierto? ¡Ese maldito cuadro!" El que supusiera tanto lo calmaba un poco…y, por supuesto, se sentía aliviado de saber que ella estaba a salvo. "Bueno, a lo mejor," dijo. "Estuve inquieto todo el trayecto de vuelta, así que lo quemé. En la chimenea." Ella va a descubrir lo de Judy Diment, lo sabes, le advirtió una voz interior. No tiene una conexión satelital de veintemil dólares, pero está subscripta al Union Leader y esto aparecerá en primera plana. Sumará dos más dos. Dista mucho de ser estúpida. Sí, eso era indudablemente cierto, pero cualquier explicación podía esperar hasta mañana, cuando él estuviese un poco menos aterrado… cuando consiguiera pensar en el Virus del Camino sin perder la razón…y cuando estuviera seguro de que todo había terminado. | |
| | | Cassandra Arquero
Cantidad de envíos : 237 Fecha de inscripción : 11/05/2008
| Tema: Re: El rincon literario Mar Jul 08, 2008 11:43 pm | |
| "¡Bien!" Dijo enfáticamente. "También debes esparcir las cenizas," Hizo una pausa, y cuando hablo de nuevo, hablo en voz baja. "¿Estabas preocupado por mí, ¿no es así? Se notaba." "Un poco, sí." “¿Ahora te sientes mejor?" Se reclinó y cerró sus ojos. En serio se sentía mejor. "Uh-huh. ¿Cómo estuvo la película?" "Bien. Harrison Ford estaba maravilloso en uniforme. Ahora, si pudiera deshacerse de esa pequeña cicatriz en su barbilla…" "Buenas noches, tía Trudy. Hablaremos mañana." "¿Lo haremos?" "Sí," dijo. "Creo que sí." Colgó, se dirigió a la chimenea nuevamente, y removió las cenizas con el atizador. Podía ver un pedazo del guardabarros y un pequeño pedazo del camino, pero eso era todo. Aparentemente, solo se necesitaba fuego. ¿No era como usualmente se mataba a los emisarios sobrenaturales del diablo? Por supuesto que sí. El mismo lo había usado varias veces, la mayor parte en The Departing, su novela de la estación de tren embrujada. "Sí, por supuesto," dijo. "Arde, nena, arde." Pensó acerca de tomarse el trago que se había prometido, entonces recordó la botella de vinagre derramada (que ahora probablemente estaría empapando la harina — que pensamiento). Decidió, en cambio, que simplemente iría al piso de arriba. En algunos libros — por ejemplo, en los de Richard Kinnell — nadie podría dormir después de algo parecido a lo que le había sucedido a él. En la vida real, pensó que podría dormir lo más bien. En realidad, fue en la ducha que se adormeció, inclinándose contra la pared posterior con su pelo lleno de shampoo y el agua golpeando en su pecho. Estaba en la venta de garaje de nuevo, y la TV sobre los ceniceros estaba emitiendo a Judy Diment. Su cabeza estaba en su lugar nuevamente, pero Kinnell podía ver las puntadas de la primitiva costura industrial hecha por el médico forense; le recorría su cuello como una espantosa gargantilla. "Ahora las noticias actualizadas de Nueva Inglaterra" dijo ella, y Kinnell, que siempre había sido un vívido soñador, podía ver como las puntadas en su cuello se abrían y se cerraban mientras hablaba. "Bobby Hastings agarró todos sus cuadros y los quemó, incluyendo el suyo, Sr. Kinnell…y ese es suyo, como estoy segura que Ud. sabe. Todas las ventas son finales, usted vio el cartel. Usted debe estar contento de que haya aceptado su cheque." Quemó todos sus cuadros, sí, por supuesto, Kinnell pensaba en su sueño acuoso. El no podía entender lo que le estaba pasando, eso es lo que decía la nota, y cuando llegabas a ese punto de las festividades, no parabas para ver si exceptuabas algún trabajo especial de la chimenea. Es sólo que pusiste algo especial en El Virus del camino se dirige al Norte, no es cierto, Bobby? Y, probablemente, en forma accidental. Eras talentoso, eso está claro, pero el talento no tiene nada que ver con lo que está pasando en ese cuadro. "Ciertas cosas son buenas para sobrevivir," Judy Diment dijo en la TV. "Siguen avanzando sin importar cuan duro intentes deshacerte de ellas. Siguen avanzando como si fueran virus." Kinnell extendió el brazo y cambio de canal, pero aparentemente no había nada en los otros canales que no fuera El show de Judy Diment. "Podrías decir que él abrió un agujero en el sótano del universo" ella decía ahora. "Bobby Hastings, digo. Y esto es lo que salió de él. ¿Lindo, no?" Los pies de Kinnell resbalaron, no lo bastante como para caerse, pero si lo suficiente como para golpearse. Abrió sus ojos, dando un respingo por el inmediato ardor del shampoo en sus ojos (había corrido por su cara en blancos y gruesos riachuelos mientras dormitaba), y metió las manos bajo la ducha para limpiarse. Se limpió la cara y estaba a punto de hacerlo de nuevo cuando oyó algo. Un rumor sordo. No seas estúpido, se dijo a sí mismo. Todo lo que escuchas es la ducha. El resto es solo tu imaginación. Estúpido, con una imaginación muy vívida. Sólo que no era su imaginación. Kinnell salió de debajo del agua y apagó la ducha. El rumor continuaba. Bajo y poderoso. Viniendo desde afuera. Salió de la ducha y caminó, empapado, a través de su habitación en el segundo piso. Había todavía suficiente shampoo en su pelo pareciendo como si se hubiese tornado blanco mientras estaba adormecido —como si su sueño con Judy Diment lo hubiera vuelto blanco. ¿Por qué paré en esa venta de garaje? Se preguntó, pero para esto no tenía ninguna respuesta. Suponía que nadie la tendría. El retumbante sonido aumentaba de volumen mientras él se acercaba a la ventana que miraba al camino de acceso — el camino de acceso que brillaba bajo la luz de luna en verano como algo salido de unos de los poemas de Alfred Noyes. Cuando corrió la cortina y miró hacia fuera, se encontró pensando en su ex esposa, Sally, a quién había conocido en la Convención Mundial de Fantasía en 1978. Sally, que ahora publicaba dos boletines de noticias desde su remolque, uno llamado Survivors, el otro Visitors. Mirando hacia el camino de acceso, estos dos títulos se juntaron en la mente de Kinnell como una doble imagen en un estereoscópico. Tenía un visitante que era claramente un sobreviviente. El Grand Am yacía parado delante de la casa, la neblina blanca de sus dos tubos de escapes cromados se levantaban en el aire inmóvil de la noche. Las letras góticas en la parte posterior eran perfectamente legibles. La puerta del conductor estaba abierta, y eso no era todo; la luz que bañaba el porche sugería que la puerta de entrada de Kinnell, también estaba abierta. Olvidé cerrarla, Kinnell pensó, limpiándose el shampoo de su frente con una mano que ya no podía sentir. Olvidé conectar la alarma contra robo, también…no es que eso hubiese significado una gran diferencia para éste tipo. Bueno, tal vez él había hecho que se desviara de lo de la tía Trudy, y eso era algo, pero en este momento ese pensamiento no le traía ningún consuelo. Sobrevivientes. El suave ruido del gran motor, al menos un 442 con un carburador de cuatro cilindros y combustible a inyección. Giró lentamente sobre sus piernas, que habían perdido toda su sensibilidad, un hombre desnudo con la cabeza llena de shampoo, y vio el cuadro sobre su cama, precisamente como supo que lo estaría. En él, el Grand Am estaba en su camino de entrada con la puerta del conductor abierta y dos volutas de humo saliendo de sus caños de escape cromados. Desde este ángulo, también veía su propia puerta de entrada abierta, y la alargada sombra con forma de hombre abajo en el hall. Sobrevivientes. Sobrevivientes y visitantes. Ahora podía oír los pasos que subían las escaleras. Eran unos pasos pesados, y supo sin necesidad de ver, que el rubio estaba usando botas de motociclista. La gente que tenía LA MUERTE ANTES QUE EL DESHONOR tatuado en sus brazos siempre usaba botas de motociclista, así como siempre fumaba Camel sin filtros. Estas cosas eran como una ley nacional. Y el cuchillo. Estaría llevando un largo y afilado cuchillo... en realidad, más del tipo machete, el tipo de cuchillo que podía quitar la cabeza de una persona con un sencillo golpe. Y estaría sonriendo, mostrando esa fila de dientes caníbales. Kinnell sabía estas cosas. Era un tipo imaginativo, después de todo. No necesitaba a nadie que le pintara un cuadro de este tipo. "No" susurró, repentinamente consciente de su total desnudez, repentinamente sintiendo helarse toda su piel. "No, por favor, vete". Pero los pasos seguían acercándose, por supuesto que sí. No le podías decir a un tipo así que se fuera. No funcionaba así; no era la forma en que se suponía tenía que terminar la historia. Kinnell le podía oír cerca de la parte superior de las escaleras. Fuera, el Grand Am empezó a rugir a la luz de la luna. Los pasos ahora venían del vestíbulo, los tacos golpeando la dura madera pulida. A Kinnell le había agarrado una terrible parálisis. Se puso en movimiento con un esfuerzo terrible y se volvió hacia la puerta del dormitorio, queriendo ponerla bajo llave antes que la cosa pudiera entrar, pero patinó en un charco de agua jabonosa y esta vez si se resbaló, cayó de espaldas sobre el piso de roble, y lo que vio mientras la puerta se abría y las botas de motociclista cruzaban la habitación hacia donde él estaba, desnudo y con su pelo lleno de shampoo, era el cuadro colgado en la pared sobre su cama, el cuadro del Virus del Camino holgazaneando delante de su casa con la puerta del lado del conductor abierta. Vio que el asiento del conductor estaba lleno de sangre. Yo voy afuera, creo, pensó Kinnell, y cerró sus ojos.
//Fin... ya se que me he extendido demaciado// | |
| | | Turin Turambar Admin
Cantidad de envíos : 1225 Edad : 39 Localización : Xalapa Veracruz Fecha de inscripción : 08/04/2008
| Tema: Re: El rincon literario Miér Jul 09, 2008 8:55 pm | |
| Buen aporte amiga, demaciado extenso pero bueno alfin y al cabo. Por cierto estoy regalando un cuadro como ese por si alguien se interesa. | |
| | | Locke42 Ocultista
Cantidad de envíos : 585 Edad : 35 Localización : m... lo olvide... Fecha de inscripción : 08/04/2008
| Tema: Re: El rincon literario Miér Jul 16, 2008 11:59 am | |
| //Yo compro el cuadro!! XDD// //Aqui un pequeño cuento de un gran escriptor// EL MEJOR DÍA
Orson Scott Crad
Érase una vez una mujer que tenía cinco hijos a quienes amaba de todo corazón, y un esposo bondadoso y fuerte. Todos los días su esposo iba a trabajar en los campos, y luego regresaba a casa y partía leña o arreglaba arneses o reparaba el tejado. Todos los días los niños trabajaban y jugaban tanto que trazaban sendas en las malezas, y conocían cada escondrijo en tres kilómetros a la redonda. Y la mujer comenzó a temer que fueran demasiado felices y que todo llegara a su fin. Y oró así: «Por favor, envíanos felicidad eterna, que esta dicha dure para siempre.» Al día siguiente apareció un viejo buhonero de rostro adusto y desplegó sus mercancías. Todas eran feas: tosco paño de lana, cacharros macizos, feos y prácticos como zapatos viejos. La mujer le compró un vestido porque era barato y resistente; el buhonero ya iba a marcharse cuando ella le vio un fuego en los ojos, un resplandor brillante como una estrella, y recordó su plegaria de la noche anterior. —¿No tendrá usted nada relacionado con... la felicidad? —preguntó. Al buhonero le destellaron los ojos. —Puedo dárselo, si quiere. Pero le diré qué es. Es que sus hijos crezcan y digan palabrotas, y luego se vayan para casarse con jóvenes que no simpatizarán con usted, al menos al principio. Es su esposo perdiendo fuerzas, y la granja deteriorándose ante sus propios ojos, y tener que venderla y mudarse a casa de su nuera porque ya no pueden mantenerse. Es sentir que las piernas se endurecen, y los dedos no pueden hacer encaje ni tejer ni batir mantequilla. Y al fin es morir, sentir que se va el cuerpo, deseando regresar a la juventud, cuando los hijos eran pequeños, sólo por un día. Y después... —¡Basta! —exclamó la mujer. —Pero hay más —insistió el buhonero. —He oído suficiente. —Y lo echó de la casa. Al día siguiente apareció un hombre en una carreta pintada con colores brillantes, con un caballo llamado Carpi Deem al que le gritaba continuamente. Era un vendedor de elixires que venía del este, con pociones para esto y píldoras para aquello, y sedas y bufandas tan brillantes que herían la vista. Todos gozaban de buena salud, así que la mujer no quiso comprar ninguna medicina. Sólo compró una pieza de seda, aunque el precio era muy alto, porque se veía muy azul en su cabello dorado. —¿Tiene usted algo relacionado con la felicidad? —preguntó. —Por supuesto. Aquí, en este frasco, está el elixir de la felicidad. Un trago, y el mejor día de su vida la acompañará para siempre. —¿Cuánto cuesta? —preguntó ella, temblando. —Sólo lo vendo a quienes tienen un día digno de guardar, y entonces lo vendo barato. Un rizo de un cabello dorado, eso es todo. Se lo doy al Amo de usted, así él la conocerá cuando llegue el momento. Ella se cortó un mechón, se lo dio al vendedor y se sirvió un sorbo en una tacita de estaño. Cuando se fue el vendedor, la mujer pensó en el día más feliz de su vida, que era sólo dos días antes, el día en que había rezado. Y bebió ese sorbo. Bien, su esposo regresó cuando oscurecía, y los niños fueron a verle preocupados. —Algo le pasa a mamá —dijeron—. Está desvariando. El hombre entró en la casa y trató de hablar con la esposa, pero ella no respondió. De pronto dijo algo, hablándole al aire. Estaba cortando zanahorias, pero no había zanahorias; estaba cociendo un guisado, pero no había fuego. Su esposo comprendió que ella repetía palabra por palabra lo que había dicho dos días atrás, cuando habían comido guisado por última vez, y si él le repetía las palabras que le había dicho entonces, vaya, al menos la conversación aparentaba algún sentido. Y todos los días eran iguales. O bien repetían las palabras del mismo día una y otra vez, o bien ignoraban a la madre y la dejaban hacer. Al cabo de un tiempo los hijos se hartaron, se casaron y se marcharon, y ella nunca se enteró. Su esposo se quedó con ella, cada vez más absorbido por el sueño de su mujer, de modo que cada día se levantaba y decía las mismas palabras hasta que no significaron nada y no pudo recordar para qué vivía, y así murió. Los vecinos lo hallaron dos días después, lo sepultaron, y la mujer no se enteró. Sus hijas y nueras trataron de cuidarla, pero si la llevaban a sus hogares ella caminaba como si estuviera siempre en su casa, tropezando con las paredes, cortando aquellas malditas zanahorias, diciendo aquellas palabras hasta que todos enloquecían. Al fin la llevaron de vuelta a su casa y contrataron a una mujer para que cocinara y aseara, y así siguió, a solas en esa cabaña, feliz como un pato en su laguna, hasta que el piso de la cabaña se hundió y ella se cayó y se quebró la cadera. Suponen que nunca sintió dolor, y al morir aún reía y sonreía y devaneaba, y nunca vio a sus nietos, nunca lloró ante la tumba del esposo, y aunque algunos decían que quizá fuera más feliz, nadie le envidiaba esa situación. Y sucedió que un viejo buhonero de rostro adusto pasó y miró mientras la sepultaban, y apareció un vendedor de elixires que le gritaba al caballo, y se detuvo junto al buhonero. —Conque te compró a ti —observó el buhonero. Y el vendedor de elixires contestó: —Si adornaras las cosas un poco, si añadieras un toque de color aquí y allá, venderías más, amigo. Pero el buhonero sacudió la cabeza. —Si alguna vez me dejaran terminar de hablar no los embaucarías, viejo embustero. Pero siempre me echan con cajas destempladas antes de que termine. Nunca llego a explicárselo. —Si comenzaras por las cosas agradables, te escucharían. —Pero si comenzara por las cosas agradables, no sería verdad. —Me parece bien. Gracias a ti sigo vendiendo. Y el vendedor de elixires palmeó un baúl lleno de cabellos color oro, plata, bronce y estaño. Era la riqueza de todo el mundo, y el vendedor de elixires se la llevó a su casa para contarla, tan bonita y fría. Y el buhonero regresó a su familia, sus bisbisnietos, su canosa y regañona esposa, los hijos que se quejaban porque salía a trabajar en vez de quedarse en casa, o porque merodeaba por la casa en vez de salir; regresó a las hojas que cambiaban todos los años, y las ratas que se comían las manzanas en el sótano, y las gentes que se seguían muriendo, y los pequeños que seguían naciendo. | |
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